La unión cuerpo y mente para la experiencia de nuestro presente y nuestra acción consecuente.

por ALBERTO ASSAEL, Lic. en Psicología, PU Católica.

Quizás desde que Platón dijo que el cuerpo es la prisión del alma, o desde que Descartes dijo que primero se piensa y luego uno puede existir, se han sentado las bases para llegar a vivenciar nuestra existencia en partes.

António Damásio, científico portugués que investiga las bases neurológicas de la mente, ya se ha manifestado en su libro “El error de Descartes”, dando evidencia de por qué es imposible afirmar que para existir necesitamos pensar primero, pues sin un cuerpo viviente capaz de percibir el medio y consecuentemente poder hacer diferenciaciones, es imposible generar pensamientos, por lo tanto, es el cuerpo primero.

La existencia antecede la mente. Incluso, sería un error decir que lo mental está desligado de lo corporal, que uno podría venir primero que el otro, siendo incorrecto concebir que se puede pensar sin sentir. En este mismo momento que usted lee, está recibiendo diversos estímulos del medio a través de su sistema nervioso, y sus neuronas repartidas a lo largo del cuerpo están llevando esa información a su cerebro que recoge y codifica esa información para finalmente hacerlo sentir de determinada manera y generar cierto tipo de pensamientos.

Esto puede ir desde una quietud que lo lleva a sentir paz, comodidad, relajo o por el contrario, estímulos que se asemejen a una experiencia pasada que lo lleven a sentirse incómodo, que le traigan malos recuerdos o situaciones molestas que lo desconcentran, lo enojan, o lo llevan a querer evadir la realidad.

En “nuestra manera de pensar”, donde “la cabeza gobierna el corazón”, se termina por creer que se puede estar en este mundo solamente pensando y dejamos de poner la conciencia en lo que nos está pasando.

Siempre está pasando algo. Todo pensamiento lleva una sensación asociada. Siempre estamos percibiendo, sintiendo, y por ende generando asociaciones con otros estados emocionales que tenemos registrados en nuestra historia, que al igual que la mente, están inmersas en nuestro cuerpo. Por lo tanto, el cuerpo no solo es aquello que nos mantiene vivos y nos mantiene conectados al mundo externo, sino también guarda, reconoce, hace asociaciones, se tensa, se rigidiza y se endurece. Pero nuestra atención se va desviando hacia los pensamientos, empezando a creer (en vez de vivir) que la cabeza manda, cuando en realidad la cabeza jamás ha estado separada del resto del cuerpo. Existe algo llamado cuello.

Lo peor de todo, es que al no validar lo que sentimos, dejamos de vivir el presente. ¿Recuerdas la última vez que estuviste completamente conectado, en el aquí y el ahora? Bueno, uno siempre está aquí y ahora, vivimos en el presente, pero no lo vivenciamos así, lo dejamos pasar sin experienciarlo, pues nos refugiamos en nuestros pensamientos que sí controlamos, en los elementos tecnológicos, en actividades repetitivas sin sentido, dejando de estar. Nos olvidamos como hacerlo, se adormece la capacidad. A medida que desechamos aquello que nos pasa y no nos gusta, nos distanciamos de nosotros mismos y como consecuencia nos hacemos infelices. Es decir, al creer en el constructo de la mente, separando así cabeza/cuerpo, caemos en una ilusión desde la cual se limita la capacidad de vivencia integrada, y todas aquellas sensaciones que no son bienvenidas son registradas de todos modos, pero de una manera que, al no encontrar su cauce natural dentro nuestro, termina siendo perjudicial.

Primero que todo es importante recordar qué es estar conectado, y un buen ejemplo para recordarlo es buscar en la memoria un momento en que confesamos una verdad que temíamos reconocer, pues nos atemorizaban sus consecuencias de sobremanera. Probablemente estuvimos muchos días inseguros, meditando cómo decirlo, ansiosos o angustiados, hasta que finalmente no se pudo más. El corazón se comienza a agitar, la garganta se nos cierra, confesión y presente; los nervios se manifiestan.

Los ojos de la persona que está en frente se ven de forma nítida, los ruidos más mínimos resaltan y el miedo de la reacción de ese otro que nos importa se hace real. Los ojos lagrimean, la verdad sale a la luz, y toda la tensión de los días pasados se libera. Sentimos alivio, nos inundamos con pena, alegría o miedo, pero se nos es imposible irnos de ahí, porque estamos por completo. No hay separaciones, estamos ahí en totalidad.

Ese es el presente, que en el ejemplo llega a la fuerza, pero que en realidad está siempre, solo que lo descartamos porque significa perder el control, no saber que es lo que va a suceder. Entonces reprimimos las emociones, los impulsos y empezamos a vivir en la falsa ilusión de la certeza, pasando a controlar nuestros movimientos, rigidizándonos. Nos aguantamos las lágrimas y frenamos la risa. Dejamos de reconocernos, entrando en la neurosis que en el fondo no es más que creer que somos y dejar de estar siendo, o sea, concebir nuestra existencia desde la cabeza.

Al creer que somos, usamos la mente desligada del cuerpo y vamos dejando de aceptar lo que va sucediendo en cada momento, alejándonos de la vida misma, llevándonos nada más que a enfermarnos y a sufrir. Wilhelm Reich lo refleja bien cuando dice que “los seres humanos han adoptado una actitud hostil hacia lo que está vivo dentro de sí  mismos”. Este discípulo de Freud, padre de las terapias corporales, y sucesores de él como Lowen y  Boadella, explican como es que la falta de descarga emocional es lo que nos lleva a perder la capacidad de movilización de ciertos músculos, limitando movimientos corporales naturales que finalmente hace ir perdiendo la capacidad natural de expresión del cuerpo y así, el repertorio emocional de cada uno se va reduciendo cada vez más, ingresando en un circulo perjudicial en el que ya nuestro cuerpo es tan tieso que no sabe como expresar, y guarda y reprime, dejando de liberar la energía tan necesaria de ser descargada, y nos volvemos mas neuróticos, mas fríos, menos compasivos, imposibilitados de ser auténticos y de disfrutar, de generar vínculos, de reírnos a carcajadas, de poder bailar con fluidez, de ser transparentes, o de tener una vida sexual satisfactoria, lo que Freud mismo postula en un comienzo como la causa de mucha sintomatología angustiosa y muchos otros problemas.

De esta manera, lamentablemente, al escindir mente/cuerpo dejamos relegado a este último, desconectándonos y alejándonos del presente y del goce consecuente. El juego de los niños y su capacidad de ser plenos es un disfrute que pareciera que solo ellos pueden tener, pues para nosotros es difícil  ya que es un trabajo de regreso, retornar al aquí y al ahora, dándonos el derecho a nosotros mismos de sentir y darle a aquello un espacio de expresión, e ir registrando así que en realidad los pensamientos tienen carga y los sentimientos nos traen ideas y pensamientos.

Pero esto implica también hacerse cargo y aceptar que no siempre se experimentarán emociones placenteras, y por ende se debe actuar y ser activo. El cuerpo es también un móvil, y actuar implica tomar acciones y poder encontrar la forma más sana y apropiada de expresar aquello que no necesariamente nos gusta, o registrar aquellos deseos positivos, como el de un abrazo, y considerar cuando sería apropiado manifestarlo.

Solo hay que tener el compromiso con uno mismo y la valentía frente a la sociedad que nos llena de miedos, haciéndonos sentir que expresarnos nos deja expuestos o desaventajados. Hay que darse el espacio y el permiso, y ser responsable y enfrentarse a los propios miedos y emociones evitadas. Quizás para partir baste con mover un poco el cuello.

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