La Palabra, ancla en el tiempo, sentir en el universo.

por GABRIELA GATEÑO, Lic. En Historia, U. de Chile.

 

La palabra que sale de un cuerpo, como la voz que tiembla en la duermevela;

en la íntima desgarradura,

en la noche astillada,

en el hueco de un sombrero.

La palabra que ha sido dicha y que ya tiene un rostro.

Aquella que sostiene el universo de nuestras bocas

y que se ha corregido a sí misma para poder decir.

Ha venido desde adentro, como un eco tembloroso para construir algo que tal vez no conozca, ni reconozca, pero que intuyo como verdadero.

El decir tiene la ventaja de situar todo aquello catalogado de impermanente y sujetarlo al universo de lo infinito. El decir y en ello, la palabra, puede situarse incluso en el más allá de la duración y el tiempo. Ese espacio en donde el pensamiento y la nada misma se encuentran.

Una palabra dicha, no sólo establece esta metafísica del lenguaje, sino además, tiene la facultad de reelaborar, de reparar, de acariciar las heridas más profundas destituyendo antiguos paradigmas –la verdadera gracia del lenguaje es su facultad curativa-.

La palabra encadena generaciones. Mantiene la unión más allá de la separación, introduciendo el concepto de lo sagrado en lo nuevo.

La palabra de una madre, un padre; la que se dice en una declaración de amor. AMOR es lenguaje. El amor está hecho de lenguaje.

Del Quijote de la Mancha al Heiddegger que le escribió durante SU vida a Hanna Harendt y al leer aquello escrito, ella se esconde detrás de un sombrero de pluma, negro y más grande que su rostro. Y él le lee despacio haciendo visible, sólo aquello que quiere, lo sea.

Así también, Frida Kahlo le escribe a su Diego, declarando qué el es su mundo, su todo, Allí, la palabra, ESA palabra funciona como ancla indestructible cristalizando el sentir en el tiempo, pues todo aquello que se ha dicho, queda a permanencia en la memoria del Universo.

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