El problema no es lo igualitario, es el matrimonio: el Estado como regulador de uniones homosexuales.

por DANIEL COLODRO, Est. Derecho, U. de Chile.

El recién pasado martes, el Senado uruguayo aprobó el matrimonio igualitario, convirtiéndose en el segundo país de la región -tras Argentina- en legislar en relación a esto.

No han dejado de surgir las voces, en nuestro país, pregonando nuestro atraso en temas valóricos de igualdad y de libertad, por no tener ni siquiera un Acuerdo de Vida en Pareja (AVP) incorporado en nuestra legislación.

Ahora bien, ¿es esa realmente la dirección hacia la que debemos avanzar? Soy un defensor irrestricto de las libertades individuales, de todos, por supuesto sin importar etnia, religión (o ausencia de ésta), orientación sexual, etc., y justamente por eso es que me opongo a la idea del matrimonio igualitario, porque rechazo, directamente, a la idea del matrimonio civil, la noción de que las relaciones interpersonales privadas deban ser normadas por el Estado.

A primera vista, esto puede sonar contra intuitivo, ¿no fue, acaso, el matrimonio civil, una de las conquistas de la libertad, al permitir la existencia de relaciones formales de pareja, haciendo innecesario el reconocimiento de ésta por parte de un credo religioso?

El matrimonio ha sido, desde sus antiguos orígenes, una institución religiosa. Su «conversión» en institución civil se dio, en países de tradición católica como el nuestro, a fin de reforzar la libertad de culto por la vía de permitir, a quienes no profesaran la religión mayoritaria, acceder a los mismos derechos de tipo patrimoniales y hereditarios que los creyentes. El problema con esto es que las relaciones formales y privadas de pareja pasaron de depender de un credo a depender del Estado, por lo que el único cambio que se produjo es que la regulación, reconocimiento y legitimación de la vida en pareja ha pasado de regirse según los dogmas religiosos a hacerlo de acuerdo al arbitrio del Estado.

Ahí es cuando surge la pregunta central respecto a este tema. Si reprochamos tan enérgicamente que las autoridades religiosas «se metan en nuestra cama» y decidan quiénes pueden y quienes no pueden constituir una pareja «formal y legal», ¿por qué no nos mostramos tan en contra a que sea el Estado quien regule una actividad tan personal, tan privada y tan intrínseca a la libertad como es la vida en pareja, decidiendo, entre otras cosas, quienes pueden y quienes no pueden ejercerla?

La solución no está en cambiar el organismo que norma y regula, sino en eliminar toda traza de regulación especial respecto a las uniones de pareja. Puesto que éstas son contratos, sobre todo de índole patrimonial, deben ser tratadas únicamente como tales, pudiendo, por lo tanto, suscribir a ellas cualquier persona, mayor de edad y con capacidad de contratar, sin importar su género, ni menos, su identidad sexual.

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