Viaje al exterior – interior: el dilema de amar al otro como a uno mismo, como al universo entero.

por YONATHAN NOWOGRODSKI, Ingeniero Civil Industrial, U. de Chile. Diplomado en Educación Judía, U. Hebrea de Jerusalem.

Hagamos un breve ejercicio. Con plena conciencia de que estamos leyendo un artículo en una página de Internet, en este mismo instante liberemos nuestra mente de las cosas que la atan materialmente. Preparémonos para darnos un baño de tina donde, lentamente, en vez de sacarnos nuestra ropa, desvestirnos, sentir el vapor que abunda alrededor para meternos en el calor del agua, nos despojamos suavemente de los pensamientos y preocupaciones que nos impiden conectarnos con nuestra desnudez interior, aquella que nos permite contactarnos con nuestros deseos más íntimos, donde las ideas fluyen y la creatividad abundan a destajo. Dejamos colgados nuestros ropajes: aquellas creencias culturales, religiosas, los prejuicios y la negatividad para simplemente ser nosotros mismos.

Imaginémonos por un momento que somos capaces de viajar al infinito en todas las direcciones posibles, que podemos volar libremente por los cielos, atravesamos la atmósfera y vemos la Tierra desde el espacio, cual imagen tuvo Neil Armstrong al ver nuestro planeta desde la Luna. Proseguimos nuestro itinerario, casi imitando los pasos de la aclamada serie Cosmos, para ver empequeñecerse nuestro sistema solar. Nos acercamos a Andrómeda, las galaxias cercanas, Alfa Centauro y las vecinas estrellas que nos acompañan diariamente cuando miramos el cielo sin nubes en una tibia noche de verano. Superamos la velocidad de la luz y las leyes de la física, llegamos a los límites de nuestro universo conocido, y ya a millones de años-luz de distancia de nuestro hogar, percibimos la intensísima radiación de los quásares, cuyo calor nos recuerda el astro rey que cada mañana vemos salir al oriente, muy lejos de toda aquella realidad sobre la cual basamos nuestro diario vivir.

Desafiando el samsara[1], las tempestades kármicas y el tikún[2], aislamos aquella voz interior que nos acompaña a cada segundo, el ego, y nos sumergimos en un nuevo océano. Esta vez ponemos nuestro balón de oxígeno en la espalda, una mascarilla y afirmamos el respirador en nuestra boca para indagar en los nano-secretos. Congelamos el tiempo y, con un sólo parpadeo, nos trasladamos hacia la piel que cubre nuestras manos, como si fuésemos pequeñas cucarachas. En un acto kafkiano, vemos las antenas, un nuevo cuerpo que nos acompaña temporalmente para seguir bajando a la profundidades, a los cimientos del mundo. Casi por acto de magia, volvemos a disminuir nuestro tamaño. Esta vez localizamos una molécula de azúcar, como si estuviésemos en una clase de química orgánica. Observamos a simple vista los enlaces interatómicos y los electrones que circulan tan rápido a través del carbono, hidrógeno y oxígeno, como si fuesen montañas rusas cuyos carros persiguen el riesgo en forma dogmática. Nuestra curiosidad aumentan aún más, y no contentos con ellos, continuamos reduciéndonos para mirar el núcleo del átomo de carbono más próximo a nosotros hasta alcanzar los protones, recordándonos aquellas imágenes pueriles de bolitas de plasticina con que nuestros profesores en el colegio modelaban nuestro entendimiento. Nuestro tanque de oxígeno ha comenzado a pesarnos, los quarks que nos circundan dan pie para pensar que podríamos llegar a rozar el otro extremo, los límites de la materia.

No somos más que polvo de estrellas como dijo Carl Sagan, sin embargo, nuestra experiencia humana puede llegar a ser infinita. Los ángeles pueden estar celosos cada vez que nos ven: para nosotros cada segundo de vida puede llegar ser el último. Es así como el espíritu continúa su viaje al exterior, o mas bien al interior, razonando que cada uno de nosotros es un universo en sí, intrínsecamente conectado con todo lo que lo rodea. Nuestros pensamientos son energía, cuyas ondas son liberadas en un torrente de impulsos eléctricos por las neuronas de nuestro cerebro, se plasman en nuestras acciones diarias en la interacción con el resto de los seres vivos y el medio ambiente. Es así como subsiste el atemporal dilema de amar al otro como a uno mismo, como al universo entero.


[1] Concepto budista que alude al ciclo de nacimiento, vida, muerte y reencarnación.

[2] Del hebreo, reparación.

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Un comentario

  1. Buena reflexión Jonathan!!! para pensar quiénes somos, o qué somos, y cuál es el límite, en verdad, entre uno y los demás, que. al parecer, realmente no existe…. slds!!

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