¿Dónde van las palabras?

por DANIELA BITRAN, Est. Psicología, PU. Católica.

Había una vez, un universo.

Este universo se regía por leyes (de origen desconocido y sobre el cual se especulaba mucho), como por ejemplo, que «la materia no se crea ni se destruye».

Y habían palabras, muchas.

Algunas dichas sin pensar, otras pensadas sin ser dichas, no todas escuchadas y algunas repetidas.

Palabras sin querer u expulsadas con desesperación.

Algunas lindas y otras feas, por dentro y por fuera; lindas como acuarela y feas como hemorroide, o lindas como te quiero y feas como feo.

Muchas, tantas palabras, dichas unas encima de otras, rodeadas a su vez de palabras, en respuesta de otras palabras.

Un par decoradas, otras ásperas como la tos, o duras como el cemento.

Palabras de consuelo, de perdón, de mentira.

Y muchas, casi todas, efímeras, duraderas de nada más que el instante, comenzadas en su primera letra y desaparecidas al final de su sonido.

Palabras susurradas, escritas, prometidas.

Y demasiadas, sino todas, olvidadas.

Olvidadas y efímeras, pero no destruidas, eso imposible en un universo coherente como ese.

¿Dónde quedaban estas palabras?, ¿En qué se transformaban?, ¿Dónde se iban?

En este universo existían bodegas donde se almacenaban las palabras.

Estas despensas guardaban también muchas otras cosas que habían quedado aparentemente -para los ignorantes que no conocían las leyes del universo- disueltas.

Conservaban instantes, risas, sensaciones, dolores, latidos, sabores. Eran una especia de cajones, con una capacidad aparentemente ilimitada aunque con funcionalidad finita, que mantenían todas esas formas de energía descargada y sin rumbo.

En este universo, a esos baúles se les conocía como Humanos.

Y eso es lo que somos.

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