La mujer que se dedicaba a ser hermosa.

por ALBERTO ASSAEL, Psicólogo, PU. Católica.

 

¿Cómo se los puedo explicar de otra forma, si eso es lo que hacía? Así es. Todos los días.

Pasaba horas sentada en la esquina de General Liniers con Santos Vega, con sus anteojos Givengy bien grandes que le tapaban la mitad del rostro. Esa parecía ser su estrategia. Uno pensaría que ya era lo suficientemente hermosa como para causar impacto sin los lentes, pero cuando se los sacaba era peor. Para uno.

La primera vez que la vi sacárselos, deseé destruirlos. Esos ojos no merecían ser cubiertos por nada. Así de linda era.

Tanto así, que agradecía que se dedicara a ser bella.

Tampoco es que se pareciera a una modelo de perfumes, ni a la mujer más caliente de una revista Playboy. Su belleza era natural. Accesible. Si uno la miraba en fotos se daba cuenta que era una mujer muy hermosa, pero había que verla en persona. Su forma de mirar, la gracia de sus movimientos, el reflejo de la luz en su piel…eso la hacía ser extraordinaria. En sentido literal.

No quiero que se imaginen un cliché. Su mejor amiga, La Rusa, sí podría caer en el cliché. Ojos azules bien claros, un pelo rubio largo y liso, metro setenta y cinco y una cinturita de película. Pero la otra no. Su piel era dorada, como el caramelo, o así me la imaginaba yo, y sus ojos eran de color miel. De esos sí que se podía sentir el sabor. Bastaba una de sus miradas, siempre directa a los ojos, junto a su sonrisa, para sentir el sabor dulzón de la miel. Miel de abejas, de esa que su espesor forma una línea gruesa y constante cuando se la intenta sacar con una cuchara. De verdad se sentía, créanme.

La Rusa era distante. Ella conseguía que hombres y mujeres se dieran vuelta en la calle para verla. En los hombres despertaba sentimientos eróticos y hasta erecciones, en las mujeres una depresión que crecía cuando la investigaban, pues se enteraban que comía como bestia y que nunca hacía algún deporte, sin embargo su cintura…

La otra, en cambio, hipnotizaba a los niños y animales. Incluso antes de que la vieran. Quizás había poder en su voz. Ella se tomaba el tiempo para saludarte, para asentir con su cabeza, para sonreírte y dejar a la vista sus dos paletas finamente separadas entre ellas. Ella enamoraba.

Y es verdad que se dedicaba a ser bella. Aunque suene un poco arrogante de su parte, ella una vez me lo reconoció. Y como era tan genuina en su hablar, le creí. Tenía una filosofía al respecto. Decía que el camino siempre era lo estético. Que si uno estaba sano, su cuerpo lo informaría al mundo. Así me lo dijo, tal cual. Que el cuerpo lo informaría.

Y a mí esa información me llegó clara.

La verdad es que es difícil que se te olviden sus palabras. Mi amigo, Juan José, está de acuerdo conmigo. Recuerda las dos veces que ella le habló. Una vez lo saludó cuando iba junto a su madre, porque ella la había peinado una vez, y la otra, cuando conversábamos todos en la esquina, se devolvió unos pasos para decirle que tenía la cremallera abajo. Se lo dijo al oído, para no avergonzarlo frente a nosotros.

Ahora, cada vez que ella pasa, intento tener la cremallera abajo, a ver si se da cuenta y me habla al oído. En verdad no me atrevo, pero confieso que lo pienso frecuentemente. Y envidio a Juan José.

Así de libre era.

Estudiaba no sé que tipo de danza, pero se imaginarán qué tipo de cuerpo tenía. Menos voluptuoso que La Rusa, pero más elegante.

Después de sus clases caminaba por las calles bien relajada, contenta. Terminaban a las 19.00. Lo sé porque siempre se aparecía por la cuadra a los minutos después. Yo creo que sabía que le aportaba un bien a la localidad dejándose mostrar. Eso si, no salía en revistas. Una vez la escuché decirle a La Rusa, cuando compraban en el almacén de mi familia, que no creía en las imágenes. Que no podían mostrar lo que uno es. Y que no quería viejos masturbándose con sus fotos. Luego las dos se rieron. Yo me sentí como en el paraíso. De hecho, si muero, me gustaría que la risa de esas dos esté de fondo. Pero que la de la rusa sea un poco más despacio, porque en verdad esa se escuchaba más fuerte.

Cuando se río esa vez, la que era hermosa de verdad, echó su cabeza para atrás mientras se tomó su pelo castaño para hacerse un moño. Aún veo su polera negra de cuello bien abierto mostrando levemente los pequeños huesos que están bajo el cuello. Bajo ese cuello largo y tan dorado.

¿Qué más les puedo decir? Que hasta inteligente y asertiva era, liviana, despreocupada, de esas personas que uno no se las imagina sufriendo. Parecía disfrutarlo todo. Yo creo que eso en especial era lo que me gustaba a mí.

Sonreía siempre, pero de verdad. La Rusa en cambio se mostraba lejana. Indiferente. Una vez escuché decir a uno de los mecánicos que tenía ganas de romperla, a ver si cambiaba esa carita de seria.

La otra, ya lo dije, enamoraba. Saludaba a todos y recordaba los nombres. Incluso cuando iba seria, parecía estar en paz y viva. Feliz de dedicarse a ser ella misma. A vivir y a embellecer el mundo. En especial el mío.

Un día no apareció más.

Yo supe, la primera vez que rompió el ritual de pasar con su polerón holgado que dejaba descubierto uno de sus hombros atrapado en mallas, que no volvería a pasar jamás. Sabía que no estaba destinada a quedarse en estas calles, como nosotros.

Pese a que se opacaron y tornaron grises los colores de nuestra cuadra, hoy me calmo a mi mismo imaginándomela bailando libre, en algún escenario del mundo, lejos de sus propios pensamientos, suelta, dedicándose a ser ella misma, hermosa y muy feliz.

Y quizás, pienso ahora, cuando cierra sus ojos en sus danzas, se le aparecen recuerdos del pasado, dentro de los que, tal vez, está mi rostro observándola desde lo lejos.

Es una posibilidad. Lo creo en serio, sin ánimos de molestar.

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