Sonría, nadie lo está grabando.

por PABLO SALOMON, Diseñador, U. Diego Portales.

 

Solo dentro de un escenario tan abominable, podría haber resaltado tan hermoso gesto que vivencié aquella mañana.

Salí de mi casa apurado. A pesar de ser muy temprano, una vez más iba atrasado al trabajo. La promesa del bus lleno de gente sudorosa, olorosa, no apuraba mi paso hacia la parada. Tampoco lo hacía el hecho de tener que viajar 40 minutos en constante y perturbador contacto con personas de todo tipo, donde se despersonaliza el alma y las caras se hacen una sola. Una vez más, formaría parte del ganado de la sociedad.

Llegué a la parada. El frío todavía mantenía mi cabeza ocupada. Vi el bus acercándose a unas cuadras y me dispuse de mala gana a enfrentar lo peor del día. El bus venía cada vez más cerca, lo iba viendo con más claridad.

No sé de donde salió. Tampoco la veía venir hace cuadras. Ni siquiera recuerdo como era. Me percaté de su presencia solo cuando ya estaba a pasos de mí. En el segundo que hicimos contacto visual, el tiempo se hizo lento, y ella, en el más tierno y desvergonzado acto, solo me miró de vuelta, me sonrió y dijo, casi gritando: “¡Hola!”. Ahora ella, en su bicicleta, se alejaba para siempre.

No fue un acto seductor o romántico. Fue algo mucho más íntimo y a la vez tan cotidiano. Me subí al bus que ya se detenía en frente de mí, aún confundido por lo que había pasado. Esta vez, y por lo sucedido hace solo unos segundos, no me sentía como de costumbre. Las personas que estaban a mi lado volvían a tener cara, sus ojos volvían a su lugar y me miraban directo a los míos. Mi sonrisa ante este descubrimiento incomodaba a los demás, lo que me alegró aún más. Desde ese minuto, hubo un cambio en mi forma de ver la vida.

Me parecía todo hermoso, todo tan simple. ¿Cómo podía haberme afectado tanto el gesto de esa persona? ¡Un gesto que por lo demás no tenía ninguna ciencia! No lo racionalicé; si lo hacía, quizás perdería su esencia. Solo decidí ponerlo en práctica, todos los días, a todas las horas. Necesitaba mostrarles a todos los desconocidos posibles el poder de una sonrisa, cómo algo así podía cambiar todo en cosa de segundos.

Tuve resultados de todo tipo: a veces alcanzaba a percibir un esbozo de sonrisa, a veces hasta me respondían con un “¡Buenos días!”, otros solo me miraban como si estuviera loco, como si fuera anormal sonreír en espacios públicos. Experimenté también la interacción corporal con otros, y aunque los resultados no fueron tan buenos, ¡una vez me respondieron a un “hi-five”! Sin importar la reacción, el resultado era siempre el mismo: yo me alegraba mi día y, a la vez, plantaba una semilla -a veces grande, a veces pequeña- en cada persona que se me iba cruzando.

Tiempo después de aquel evento, aún practico lo que aprendí esa mañana. He descubierto una nueva terapia, una nueva forma de enfrentarme a las cosas. He estado siguiendo las ruedas de aquella persona que me mostró desinteresadamente que la felicidad y la alegría están más cerca de lo que yo creía, solo que ahora soy yo quien pasa en su bicicleta, sonriéndole a cuanto ser se me cruza por delante.

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