Mis mejores amigos

por JONATHAN RAPAPORT, Psicólogo, U. del Desarrollo.
Fue entre primero y cuarto medio cuando me di cuenta que mi concepto de amistad era rarísimo, y que la forma en que yo la entendía me traía discusiones curiosas, incluso me dejaba como mentiroso, así que trate de armar la famosa lista de mis mejores amigos. Todos estaban ahí, todos eran el primero.
Corría el año 1994 y yo estaba en primero básico. Tenía sólo 6 años. Fue ese año en que todo empezó a cambiar. Mi primer amigo que tuve se llamaba Sebastián. Era mi vecino. Sé que era mayor que yo, pero no tengo idea cuanto. No recuerdo nada de él, absolutamente nada. ¿Por qué? Porque murió, y con él murió todo lo que conocía. La verdad es que no murió, lo mataron. Salió a buscar una pelota a la calle y mientras se agachaba una camioneta (roja) lo atropelló y se fugó. Estuvo en estado vegetal no sé cuánto tiempo, porque me enteré de todo cuando ya era muy tarde. La familia decidió desconectarlo, así que no pude despedirme, y la verdad creo que fue mejor así. Fue ese año que tuve mi primera depresión (diagnosticada por un neurólogo) y por eso falté por un tiempo al colegio. No sé cuánto tiempo falte, porque no me acuerdo de nada de ese año.
En segundo básico, me cambiaron de colegio. Durante tres años, formé una amistad increíble con un compañero de curso. Esas amistades que se recuerdan por las idas a las casas después del colegio, la leche y cereales mientras se jugaba nintendo y memorables destrozos de objetos importantes para las mamás aún así cuando nos decían “cuidado, lo van a romper”. Era mi segundo amigo, y al igual que el primero, él también se fue. No murió, pero se fue muy lejos, lo suficiente como para perder todo contacto.
En quinto básico, me cambié nuevamente de colegio. Durante los dos primeros meses, lloré todos, absolutamente todos los días en el colegio. Parece que era por mamitis, pero no sé. Era el blanco perfecto para que me destrozaran, y a pesar de todo esto, nunca jamás nadie se rió de mí. Ahí empezó otro capítulo. Durante 8 años, formé las amistades más envidiables del mundo, enserio, del mundo. Cada uno era tan importante para mí que era imposible llamarles Amigos, así que les llamaba Mejores Amigos. Siempre estaba en casa de “Mi Mejor Amigo”, pero siempre eran diferentes personas. 10 veces al año era el cumpleaños de “Mi Mejor Amigo”, pero siempre eran cumpleaños de diferentes personas.
En cuarto medio, terminaba una etapa de 16 años de “scout” y mi “guía”, quien era uno de mis mejores amigos, me prometió no alejarse. Le respondí que no me prometiera nada, que simplemente no se alejara y punto. Hoy, después de 8 años, él es el director de este diario. Así fue pasando el tiempo y me fui dando cuenta de la hermosa capacidad que tenemos las personas de poder conservar amistades, cuidarlas y evolucionar junto con ellas.
Había pasado 16 años sin perder a nadie más. Parecía que todo iba bien, pero uno de mis mejores amigos, de esos que uno escoge como hermanos, decidió irse. Me entró el pánico. Me enojé, lo insulté y peleamos. Se estaba yendo exactamente al mismo lugar al que se fue mi segundo amigo. Se estaba trasladando exactamente la misma distancia que separó esa amistad de mi infancia. Cuando nos despedimos, sentí que era para siempre, y prometo que sentía una mano apretándome desde adentro. Lloraba no solo con lágrimas, lloraba con el cuerpo.
Yo solía pensar que a los amigos se les quiere, y que sólo a nuestra familia y pareja se les ama, pero cuando te despiertas un martes a las 09:00 am con el corazón desgarrado de dolor para vestirte e ir al entierro de tu papá y tu mamá te muestra en el obituario un saludo dirigido especialmente a ti, con sobrenombre incluido, “Fuerza Pato”, cuando tus amigos con pala en mano son quienes tapan los ataúdes de tus abuelos, te visitan en la clínica cuando te enfermas, te llaman cuando se pasa mal o cuando un facetime desde otro continente te cambia el día por completo, te das cuenta que la amistad tiene un lugar especial y que da lo mismo como la llames, porque nada nunca jamás la describirá.
Hace más o menos 4 años, en un funeral escuché como un amigo le leía una carta a alguien que quería mucho y que acababa de morir. Digan lo que digan, sé que esa persona nunca escuchó sus palabras. Ese mismo día, prometí que nunca se me haría tarde, que mis amigos se enterarían en vida cuanto los amo, a pesar que ese cuanto es solo una expresión de algo imposible de cuantificar.

Publicaciones Similares

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *