La rabia con nosotros mismos

por BENJAMIN FISCHER, Est. Ingeniería Civil, PU. Católica.
 
Acabamos de pasar el 11 de Septiembre. Intentando dejar de lado el conflicto político, lo que me produce esta fecha es más que nada desilusión. El pensar que fue en mi país, hace no demasiado tiempo atrás, donde se llevó a cabo un golpe de estado, violando sistemáticamente los Derechos Humanos y se vivió en condiciones de represión. No me gusta pensar que sucedió aquí, en estas mismas calles donde pertenezco.
Duele cuando existe injusticia en el mundo, pero duele un poco más cuando son personas como uno los perjudicados. Queremos creer que pertenecemos al bando de los buenos, de las sociedades correctas y justas, pero en todos lados existen agentes «destructivos» que nos desalientan. Algo parecido me pasa como judío, cuando veo que Israel se ve involucrado en tantos conflictos, en situaciones engorrosas que solamente me traen angustia. Puedo criticar con toda la fuerza a Hamas y a cualquier entidad terrorista, estar ideológica y racionalmente en contra, pero sus acciones no me traen la misma incomodidad que me da escuchar que Israel, una sociedad judía con la que algo me puedo familiarizar, está inmersa en una guerra.
Durante estos últimos meses de conflicto, la gente demostró su repudio a Israel, sin poner bajo la misma balanza moral a las acciones de Hamas. La misma gente que reclama contra Israel es la gente que está obsesionada con la retórica de «el fuerte contra el débil», representado por el colonialismo Europeo o Estados Unidos frente a países del tercer mundo. Pero la gente no muestra igual entusiasmo frente al genocidio de Cambodia o el Estado Islámico.
Estados Unidos, Israel, Chile, sin importar nuestra postura política, representan algo que nos parece cercano, el mundo occidental. Un chileno cualquiera puede decir que no se siente relacionado ni con Israel ni con Estados Unidos en lo absoluto, pero constituyen sociedades similares, más afines que cualquier otro país de Medio Oriente y muchos en África y Asia. Esta afinidad es la que nos hace condenar con más fuerza.
Por un lado, nos duele pensar que el mundo occidental al que pertenecemos se ve involucrado y perpetúa las causas de tanta miseria. Nos da miedo pensar que nuestro estilo de vida, la democracia y la libertad de pensamiento, está lejos de ser perfecto. Nos hace daño saber que los valores «triunfantes» de la guerra fría al parecer no tienen una autoridad moral absoluta. En Siria han muerto más de 200.000 personas, y en Nigeria se raptan, violan y esclavizan niñas por centenares, pero igual podemos dormir tranquilos pensando «son culturas distintas, más primitivas». En cambio, decimos tener un sistema más avanzado que tiende hacia el desarrollo pleno de la raza humana. Nos sacude el piso escuchar que desde este sector se cometen atrocidades también.
Por otro lado, y más importante, de algún modo sentimos que es aquí donde la voz y el reclamo colectivo se pueden escuchar. Si venimos del mismo círculo de quienes bombardean ciudades en nombre de la libertad, construyen asentamientos en nombre de la religión, o realizan un golpe militar en nombre de la patria, podemos mostrar nuestro rechazo a un nivel macro y hacer llegar un mensaje.
¿Qué pasa con nuestra condena hacia el «otro lado»? ¿Cómo combatimos la actitud pasiva frente a una realidad desconocida? En muchos casos, la lucha interna a viva voz del descontento no se da con tanta facilidad como aquí. Son miles de personas que en el mundo viven sin la libertad de denunciar lo que les parece mal. Así nace una doble responsabilidad: cuando las cosas nos parecen injustas, debemos cargar las dos mochilas al mismo tiempo.
Aprovechemos la oportunidad para manifestar la angustia. En Chile, esto es posible hace tan solo 24 años. En Israel, lo ha sido siempre en sus ya casi 70 años. En Gaza, y en tantos otros lugares alrededor del mundo, es sólo un sueño occidental. Hay que combatir la inercia y reclamar por quienes aún no pueden manifestar su rabia públicamente.

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