Soledad de año nuevo

por TOMAS KANTOR, Est. 4to Medio, Santiago College. Madrij Bet el.
 
La vieja pieza, su oxidada y pegajosa kitchenette junto con el minúsculo baño, que hace semanas no ve aunque sea un paño con cloro, conforman el recluido y casi claustrofóbico microcosmos de Marcelo.
Tic-tac… Son ya las 20:30 y el sol aún no se pone completamente sobre la ciudad de Santiago, agotada, emplastada de concreto ardiente y seco. Una vez más, la temperatura del día sobrepasó los 30 grados.
Desde lo lejos, llega casi ahogado el susurro de algo que podría pasar como una cumbia. Se cuela sin permiso, de la mano del denso y caliente aire urbano, y entra por la ventana abierta de la pieza del tercer y último piso del antiguo edificio gris, caldeado y  sin mantención. El susurro de música es aspirado por las cuatro descascaradas paredes blancas, dos radiadores, un par de fotografías color sepia, un microondas, una cama de sábanas desordenadas y amarillentas, y un anticuado refrigerador que no para de sonar…
Ni siquiera Dios sabe cuándo fue la última vez que hubo orden en el microcosmos de Marcelo, el desaseo, el descuido y la atmósfera de decadencia no le permiten al pobre de Dios calcularlo.
Tic-tac… Marcelo está absorto mirando con la vista recta, fija a través de la ventana, al compás monótono y angustiante de la silla mecedora, su silla mecedora. Está anclado. Tan anclado se encuentra a su silla, a su roñoso chaleco, puesto a pesar del agobiante calor, y a la ventana, que permite apreciar las últimas horas de luz del año, que ni siquiera tiene noción, ni el más mínimo atisbo de conciencia, que los fuegos artificiales ya estallaron frente a millones sobre la cálida bahía de Sydney, el ajetreado Bund en Shanghai, la derrochadora modernidad de Dubai y el glamour anacrónico del Campo de Marte.
Tampoco existe un solo espacio en su cabeza que repare en las miles de personas reunidas en Copacabana o en Times Square que, al igual que Marcelo, esperan a que llegue el año nuevo. En la misma ausencia de aquellos que no llegaron a esperar la ida del año viejo.
Tic-tac… El refrigerador sigue zumbando y por la ventana sigue entrando el mismo aire sobrecalentado y el mismo olor a humo de autos. Es el crepúsculo del último día del año viejo. El último día. Abajo en la vereda pasan unos adolescentes con dos botellas de pisco barato y Coca-Cola, los autos suben y bajan por la calle, un perro mea un poste de luz y una asquerosa paloma caga en el balcón del edificio de enfrente.
Tic-tac… Santiago sigue latiendo, al mismo son que lo ha hecho siempre. Otro año nuevo sentado en la silla mecedora, anclado a su silla mecedora, estando pero no, en una ciudad que no tiene corazón para él.

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