Depresión: entre la mala fama y un hecho real, y sobre la importancia de encontrarle un sentido a nuestras vidas.

por GIANFRANCO RAGLIANTI, Lic. de Derecho, U. de Chile.

Yo no creía en la depresión, hasta que me dio. Pensaba que era parte de una moda de los sicólogos o siquiatras de sobre diagnosticar, me parecía extraño tener a tantas compañeras de curso con depresión. Estaba en el colegio y me parecía que no había motivos para deprimirse.

Estas compañeras-con-depresión, tenían fluctuaciones en el peso y uno que como adolescente es cruel, ante cualquier pequeño asomo de bullying o ante cualquier comentario respecto a si estaba más gorda o más flaca, recibía un comentario del tipo: “no le digas nada, que puede estar con depresión”.

Ese freno al bullying y a la superficialidad claramente está bien. Pero no dejaba de parecerme extraño que tanta gente tuviera depresión en un colegio abc1. Así que saqué una conclusión apresurada y dije: “no existe la depresión”. Lo cual es tan estúpido como decir: “no existe la bipolaridad” (que ahora es como la nueva enfermedad de moda).

Pero la contradicción en lo que pensaba se hace evidente en lo que redacté en el primer párrafo: si sostenía que era una moda de los expertos en salud mental al sobre diagnosticar, claramente estaba reconociendo que podían existir algunos casos (menores que el total de diagnósticos) en los que la calificación sí era acertada y por lo tanto, sí pensaba que existía la depresión, aunque no lo quisiera reconocer.

De todas formas, creía que –aunque existiera- la depresión no era más que un sinnúmero de síntomas, que antes se llamaban “penita” y que médicos se habían empeñado en crear medicamentos que te hicieran ser feliz, porque los seres humanos nos habíamos atrofiado tanto que se nos había olvidado cómo ser felices sin ayuda exógena.

Y si ni eso me bastaba para desprestigiarla como enfermedad, entonces me consolaba creyendo que era una enfermedad moderna y de gente ociosa. Creía que si uno estaba preocupado de buscarse la comida y de evitar que a tu familia se la coma un tigre dientes de sable, entonces no había tiempo para la depresión. Los pobres no se deprimen, pensaba. Y ahí dejaba de hacerme ruido lo del exceso de casos en un colegio cuico.

Eso, hasta que me dio depresión. Obviando el hecho de que hay, efectivamente, una alteración en los neurotransmisores, la depresión tiene una serie de síntomas que escapan a la “penita”. En mi caso, y voy a ir desde los síntomas más subjetivos a los más objetivos, no tenía ganas de hacer nada, no me daba hambre, no me importaba nada, dormía 6 horas y no podía seguir durmiendo aunque intentara porque sentía presión en el estómago al despertarme (siendo que en circunstancias normales duermo más de 8) y además, estaba hipersensible. Pasé de no haber llorado nunca como desde los  9 años a ponerme a llorar de la nada ante el más mínimo estímulo.

Y obviamente, como había una alteración en los neurotransmisores (y además, como no era tan grave) tomé sertralina por muy poco tiempo, y se me pasó.

Las causas no vienen al caso, pero sí me di cuenta que la depresión existía. Después de que leí “El hombre en busca de sentido” de Viktor Frankl, me di cuenta que la depresión puede haber estado presente hace mucho tiempo.

En ese libro, Frankl (siquiatra judío Vienés) cuenta su experiencia en los campos de concentración. Describe cómo sobrevivían considerablemente más y mejor aquellos prisioneros que le encontraban un sentido a su vida y, aun en las peores condiciones, se esforzaban por seguir viviendo. Es radical su observación. Frankl cita muchos ejemplos de cómo morían prisioneros que ya no le encontraban sentido a sus vidas, y cómo otros (que podían ser más débiles físicamente) resistían las vicisitudes y terminaron sobreviviendo a los campos.

Hay un ejemplo concreto que tiene que ver con un aumento en la mortandad semanal entre la navidad del ‘44 y el año nuevo del ’45. No empeoraron las condiciones climáticas, no aumentó la carga de trabajo, no disminuyeron las porciones de comida ni hubo ningún nuevo brote de enfermedades. Frankl argumenta que esto se debió a que muchos prisioneros albergaban la ilusión de ser liberados en Navidad.

Un amigo de Frankl le contó un sueño que había tenido en que se le aparecía una voz y le decía que en una fecha determinada, iban a ser liberados. Pero esa fecha llegó y no fueron liberados. Frankl lo explica diciendo: “Los que conocen la estrecha relación que existe entre el estado de ánimo de una persona —su valor y sus esperanzas, o la falta de ambos— y la capacidad de su cuerpo para conservarse inmune, saben también que si repentinamente pierde la esperanza y el valor, ello puede ocasionarle la muerte. La causa última de la muerte de mi amigo fue que la esperada liberación no se produjo y esto le desilusionó totalmente; de pronto, su cuerpo perdió resistencia contra la infección tifoidea latente. Su fe en el futuro y su voluntad de vivir se paralizaron y su cuerpo fue presa de la enfermedad, de suerte que sus sueños se hicieron finalmente realidad.”

La depresión en sí, no es una enfermedad mortal, pero puede contribuir sustancialmente al desgaste físico y emocional de las personas. Creo que el peor daño de los diagnósticos errados de depresión no se los hacen a los pacientes, sino al gran número de escépticos frente a esta enfermedad. Me ha tocado hablar con por lo menos 3 personas más que, al igual que yo, no creían en la depresión. A 3 de nosotros, nos diagnosticaron y luego del tratamiento adecuado nos curamos. 1 de esas personas, sigue sin creer en la depresión.

Primeramente, creo que es importante encontrarle sentido a la vida. Frankl cita a Nietzsche: «Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo».

Finalmente, si hay síntomas de depresión, es importante saber que es una enfermedad que existe, que tiene mala fama, pero que muchas veces y por más que uno tienda a desconfiar de los medicamentos, estos sin duda ayudan. Obviamente, es indispensable la evaluación profesional.

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