La triste decadencia de España.

por PABLO BORNSTEIN,  Lic. en Historia Contemporánea por la U. Autónoma de Madrid, España. Est. MA en Estudios de Oriente Medio en la U. de Tel Aviv, Israel.

El 5 de Marzo de 2013, el Dow Jones americano  arrancó con un récord histórico, recuperando niveles previos a la crisis mundial que aun nos asola. Quizás marque de forma simbólica el cierre de un período  global sobre el cual podemos reflexionar con la creciente serenidad que el paso del tiempo permite. Mi país ha sufrido un increíble deterioro, en el cual España ha sufrido a todos los niveles durante el período referido.

El desasosiego que caracteriza cualquier conversación que uno pueda tener durante estos días en todo espacio público (por no querer entrar en la segura aflicción presente en infinidad de hogares) de la geografía hispana, coincide sin duda en su cronología con la crisis financiera que desde 2007, y especialmente a partir de la bancarrota de Lehman Brothers en Septiembre de 2008, afecta sin distinción a todo el planeta. Igualmente, la dimensión económica de la situación catastrófica actual en España es demasiado seria como para subestimarla, con el problema central de un desempleo fuera de control que ha visto aumentar sus cifras a los aproximadamente 2,5 millones de inicios de 2008, a los casi 5,7 millones del pasado mes de febrero, según las cifras publicadas por el Ministerio de Empleo y de (in)Seguridad Social. Sin embargo, creo que en mi país hay razones más profundas que en parte explican la especial ferocidad con que la crisis global ha percutido en España, y que sugieren una serie de cuestiones, con toda seguridad de no menos gravedad que aquellas meramente macroeconómicas,  a las cuales cualquiera que tenga un sincero aprecio por el país y su sociedad debe hacer frente.

Dichas cuestiones no pueden delimitarse dentro de un cuadro con estadísticas  de desempleo o un seguimiento del precio de la deuda pública. Para aquel que siga con cierta regularidad la actualidad española, los sucesivos (e incesantes) escándalos políticos que en los últimos años sacuden a todas las instituciones del país, evidencian la existencia de una crisis política y social no inferior a la económica y financiera. Por solo mencionar algunos de estos escándalos: la incuestionable connivencia de los dos principales partidos políticos (PP y PSOE) con la negligencia (y corrupción) generalizada del sistema de cajas provinciales, que han llevado a la ruina a la estructura financiera del país,  la inhabilidad de ambos partidos para pinchar la burbuja inmobiliaria, el deterioro de la corona debido a su tolerancia hacia los negocios ilícitos del marido de una de las infantas, o el inefable  caso recientemente destapado de la financiación irregular del partido en el gobierno (PP), manifiestan claramente un divorcio entre la sociedad y la clase política de nuestra “monarquía bananera”. Todo ello sin entrar en la crisis del modelo de Estado y nuestra pugna con las tendencias separatistas, que gozan de un auge sin precedencia en Cataluña, quizás enmascarando sus propias penurias internas.

Ciertamente, la clase política española ha dado en estos pasados años muestra no solo de una ineptitud crónica para responder a los retos políticos del país, sino de un flagrante cinismo a la hora de conectar con las ansiedades de la ciudadanía, y quizá no sea exagerado hablar de un cierto nivel de corrupción generalizada, que si bien no puede achacarse a todos aquellos individuos que se dedican profesionalmente al servicio público, si que en mi opinión puede descargarse sin demasiadas preocupaciones sobre las estructuras de los partidos políticos y el secuestro que éstos han hecho del interés general de la nación.

Sin embargo, a mi entender, cierta inquietud emana del papel que ha jugado – y juega – la sociedad civil en la imagen general de esta crisis. Siendo una sociedad con una tradicional empatía hacia la corrupción política (“es comprensible”, “yo si fuera político también lo haría”, “mientras hagan su trabajo”…), la sociedad española renunció durante las pasadas décadas de bonanza económica a su obligación de vigilar a los representantes de la nación para asegurar la persecución del interés general y, en cuanto los primeros síntomas de la tormenta emergieron, surgió en su seno rápidamente un cinismo hacia los políticos (“son todos unos ladrones”) que se extendió por todo el país sin promover, en mi opinión, un verdadero esfuerzo crítico capaz de enmendar gran cosa.

Lo más grave de nuestra situación es que los pocos grupos que produjeron una respuesta genuina a la crisis política – entre ellos el movimiento de los “indignados” del 15M que acaparó portadas en todos los medios internacionales en 2011 – no consiguieron atraer a amplios sectores de la sociedad española, y por ende no consiguieron traducir sus protestas en un verdadero movimiento capaz de afectar la realidad política y parlamentaria del país. Lo triste de la situación actual es que a pesar de una sucesión casi diaria de manifestaciones en las calles españolas, el verdadero sentimiento imperante en el país es la apatía, y la nula confianza en una posible regeneración social es el mayor exponente de nuestro fracaso nacional.

Durante años los españoles nos hemos enorgullecido de nuestra Transición, iniciada tras la muerte de Franco en 1975 y confirmada con la Constitución de 1978. Nos repetimos una y otra vez que habíamos sido capaces de superar las traumáticas heridas de décadas de odio fratricida y nos habíamos integrado con éxito en la familia de naciones europeas democráticas.

A pesar de ello, en el día en que la bolsa americana se recupera de la peor crisis en décadas, yo tengo la impresión de que aquella transición tuvo sus virtudes casi exclusivamente en negativo, como un esfuerzo por no caer en horrores del pasado, pero no se completará hasta que, de forma positiva, la sociedad civil española no adquiera la auténtica madurez patriótica (en su sentido genuino y no en la retórica chovinista de parte de la derecha del país) de perseguir un proyecto común de bienestar, que nos permita decir con orgullo “yo soy español” no solamente en competiciones deportivas.

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