Divino cuentacuentos, o el poder de crear una nueva realidad.

por ALAN GRABINSKY,  Lic. en Filosofía, UNAM, México. Est. MA en Medios, Cultura y Comunicación, New York University.

Estaba perdido, como siempre, entre los estantes de The Strand. Creo que era un día cercano a Pesaj porque toda la ciudad estaba vendiendo la parafernalia para el festejo. Como siempre, había cedido ante la fuerza de gravedad y ahí estaba, paseándome en la librería, ojeando multiplicidades, combinando vidas.

No sé bien cómo explicarlo,  pero en esos momentos siento que los libros me escogen. Me escogen porque ellos son los que se abren a mí. Yo no tengo nada que ver con eso. En fin, era un día cercano a Pesaj y The Strand tenía en los estantes un libro nuevo de cubierta negra con tipografía blanca: “The New American Haggadah”. Por lo general, yo no le pongo atención a estas cosas religiosas, pero este libro estaba editado por Jonathan Safran Foer.

En esos tiempos, estaba leyendo a la ensayista Joan Didion, y tenía en la mente una frase que había subrayado y copiado de manera un tanto compulsiva: “We tell ourselves stories in order to live” (nos contamos cuentos para poder vivir). Esa oración me había hecho una especie de cortocircuito, recordándome el nombre de la biografía de Gabriel García Márquez, “Vivir para contarla”.

Vivir para contarla. Contarla para vivir. Ninguna de las dos hace sentido. ¿En qué parte entra el cuento? Esa noche, en The Strand, encontré (o más bien, me encontró) la siguiente frase: “Tonight is the night we sanctify storytelling” (hoy, la noche de Pesaj, es la noche en la que se santifica el contar cuentos). A diferencia de Didion y Márquez, este libro me estaba diciendo que contar cuentos no era solamente una necesidad vital, sino un acto divino.

Hay muchos textos que leo y releo. En uno de ellos, Walter Benjamin habla del cuentacuentos, figura de la plaza pública medieval que reunía  a la gente para contar historias de tierras lejanas. En esos tiempos no había información “objetiva” o “documentable”, no había «hechos» ni «data», únicamente una historia que siempre era diferente, porque se transmitía de manera oral. Era sabiduría, no conocimiento, lo que se estaba transmitiendo. Benjamin lamenta la pérdida del cuentacuentos frente a la imprenta y sobre todo el periódico, que aplana lo sucedido y lo fija en una secuencia de datos y eventos. Imagínense lo que hubiera pensado en la época de los tweets y el internet.

Al invocar al cuentacuentos, parecería que Benjamin está siendo retrógrada, lamentando la pérdida de rituales «más puros» de tiempos pasados. Pero yo creo que lo que está haciendo es apuntando hacia la presencia del cuentacuentos en nuestra cotidianidad mediática. Hoy en día, el cuento sigue presente como paquete estilístico de la “información” y estructura fundamental de los hechos. Cuando se santifica el contar cuentos es porque se reconoce la presencia de la divinidad en lo moderno.

Podríamos decir que los cuentos son importantes para el judaísmo porque son lo más preciado para una comunidad en exilio. Estando sin tierra y con una necesidad constante de revivir el pasado y reinventar orígenes, el judío encuentra en los cuentos un hogar. Pero ésta es una aproximación sintomatológica al fenómeno, un cuento de tipo sociológico o antropológico que se suma a todos los demás.

La verdadera razón por la cual el acto de contar cuentos es santificado como acto divino en la Haggadah es porque contar cuentos es un acto creativo. En el judaísmo, el lenguaje crea realidades al ser la base de la realidad. El lenguaje no es, como se cree normalmente, un vehículo pasivo que transmite “información” o “datos” de A a B. Ese es un cuento de tipo informático y utilitarista. En el judaísmo, Dios creó un mundo a partir de lo que él dijo, y le dio al hombre el poder del lenguaje, de nombrar, de jugar con juego infinito de realidades.

Yo me daría cuenta de todo esto algunos meses después, al estar trabajando como agente en una compañía de relaciones públicas. En este puesto, uno de mis quehaceres cotidianos era crear historias y luego sugerírselas a los reporteros para que la publiquen. Estas historias, cuando se publicaban en periódicos como Bloomberg o Reuters, tenían efectos en el mundo real. Poco importaba si lo que decían era verdad o no, o si los hechos y los datos que se citaban eran reales. Las historias creaban nuevas realidades y cambiaban la manera de actuar de las personas.

Cuando uno se da cuenta que el cuento es la base de la realidad, la manera de acercarse a los hechos cambia. El periódico se convierte en un texto literario con cambios en la trama que mucho le deben a dramaturgos como Shakespeare. No es casualidad que, al menos en inglés, la única manera para distinguir entre lo que es y no es ficción sea negándolo (catalogándolo como nonfiction).

La sensibilidad generalizada ante la sutileza del relato se ha perdido, pero eso no quiere decir que el relato no siga siendo la base de la objetividad, sobre todo en una época en donde sigue existiendo el afán de datos y objetividad científica. Se nos olvida que el científico es un personaje en un cuento más, como en Frankenstein.

Cuando el acto de contar cuentos es santificado, todos los aspectos de la realidad salen a relucir por su narrativa. La ficción se vuelve la base de lo “real”, no al revés.

No compré la Haggadah esa noche en The Strand. Pero mientras salía de la librería, me vino a la mente algo que había pasado hace más de cinco años, cuando aún vivía en la Ciudad de México con mis papás. Estábamos pintando una pared en mi casa cuando un amigo llegó con una cara de espanto, mostrando desgaste físico y mental. Había pasado más de tres horas en el tráfico y tenía la mirada distante, como si le faltara oxígeno.

Nos quedamos un tanto atónitos al verlo. Él prendió un cigarro, cogió una brocha, y se puso a pintar en la pared. Lo dejamos solo unas cuantas horas, dejando que se desquite con el muro. Cuando acabó, en la pared había una figura humana pintada de color negro, gritando, el cerebro le explotaba. Por encima de la figura, las palabras “TOO much information!” se encontraban escritas en letras gigantes, como si fueran un grito. Era un dibujo horripilante, y mi amigo lo sabía. Me vio como pidiéndome permiso, a media sonrisa,  agarró una cerveza  y se rió.

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