Pussy Riot y la imposición de símbolos «sagrados».
por BENJAMIN FISCHER, Est. Ingeniería Civil, PU. Católica.
Probablemente, muchos ya han escuchado hablar del caso Pussy Riot. A principios del año 2012, el grupo (o colectivo) musical punk ruso feminista, Pussy Riot, decidió entrar a la iglesia moscovita del Cristo Salvador, donde montaron un escenario simple y comenzaron a interpretar una canción titulada «Virgen María, llévate a Putin». Algo así como una crítica al mandatario ruso a través del sarcasmo de encomendarse a la religión para lograr un objetivo político. La canción no alcanzó a durar 40 segundos, cuando llegó la policía para dispersar la reunión. Tres de las cinco intérpretes fueron detenidas y llevadas a prisión, desde donde continúan su lucha por la libertad de expresión hasta el día de hoy.
Lo que llama muchísimo la atención, dada la naturaleza del caso, es que pareciera que la gravedad del «delito» no pasa tanto por el concepto vago de «desorden público», sino más bien porque se entiende como una blasfemia, tanto religiosa como hacia el gobierno. Una manifestación con fines pacíficos siempre es válida. Pero no es quizás un misterio para muchos la cercanía que existe entre la iglesia ortodoxa rusa y su gobierno, lo cual claramente refleja entre otras cosas una alta condena ante la injuria.
En general, el debate sobre la libre expresión siempre tiene como piedra angular la típica pregunta de hasta qué punto se puede actuar y expresar libremente sin pasar a llevar la libertad de otros. ¿Cuándo se debe limitar la libertad de expresión de algunos con tal de no dañar la integridad de otros, o con tal de no reprimir las propias libertades de terceros? Pero el caso particular de la pena decretada para Pussy Riot no responde a ninguno de estos dos principios. La manifestación en ningún caso impide la libre expresión de una contraparte, mucho menos causa daños ni perjuicios directos a nadie. Las consecuencias otorgadas en el juicio vienen simplemente de la banalización o ridiculización de símbolos religiosos y políticos.
Los símbolos en general toman una importancia mucho mayor de la que se les da, al ser una representación visual o simplemente sensorial de conceptos, instituciones e ideas a veces abstractas. Bajo esta concepción, es donde se da a entender en ciertos ámbitos que ciertos símbolos u objetos simbólicos pueden adquirir un carácter «sagrado» en sí mismos. Y no solo me refiero a símbolos religiosos. Casi toda institución, nación o grupo pareciese tener sus propios emblemas y banderas que pasan a materializar a la institución completa.
En concreto, el delito de Pussy Riot se convierte en tal, en el momento en que las participantes del acto en cuestión pasaron por alto la «santidad» atribuida al símbolo que es la Iglesia y al enigma que es el nombre de la virgen. Los bajaron de su pedestal y los pusieron a la misma altura que cualquier otra cosa del día a día, como una plaza o un estacionamiento. Probablemente uno de sus mensajes más interesantes, ya que lo que esto nos dice es que un objeto solamente es sagrado mientras exista gente que le otorgue esa santidad. Lo «sagrado» de los símbolos no yace en los objetos mismos, sino en las mentes de quienes así lo ven. Sin las personas, la santidad no puede existir.
El hecho que la importancia atribuida a los símbolos exista en el pensar colectivo de ciertos grupos parece ser crucial para entender mejor el problema de la libre expresión. Todos estamos de acuerdo en que parte fundamental del libre pensamiento es el derecho a mantener como sagrado lo que uno estime correcto. La genialidad que se agrega esta vez es que nadie puede decirte qué es lo que se debe ver como sagrado, pues como cualquier idea, es un atributo que se otorga de manera individual y no necesariamente bajo consenso de cultura o humanidad. Así, las manifestantes no hacen más que ejercer su derecho a no creer en ciertos dogmas.
No hay que equivocarse. El carácter mental más que empírico de la santidad no hace a ésta menos real e importante para quién así lo observe. Esto es lo que muchas veces hace que la gente se sienta ofendida cuando le tocan sus creencias. Pero hay que recordar que son propias y no absolutas. Al final del día, sería peor que las creencias no estuviesen al alcance de discusiones, pues ha sido esas veces en la historia cuando hemos tenido los peores casos de totalitarismo y corrupción. Todos los símbolos son válidos y sumamente valiosos para quien los veneran. Pero como basta con que una persona difiera de ellos, ningún símbolo es intocable, y ningún objeto de representación debiese estar exento de la crítica.
Las chicas de Pussy Riot decidieron que la santidad de la iglesia ortodoxa no está presente en sus ideas, y así están en su derecho de examinar sus símbolos en su propio juicio y ocuparlos como herramienta para su manifiesto político. Distinto es si es que hubiesen, por ejemplo, rayado, usurpado o quizás quemado las reliquias de la iglesia, ya que ese acto implica reconocer que la santidad SÍ vive en el objeto mismo, y así, al alterarlo y manipularlo de tal manera, se le está faltando el respeto a una institución directamente a través de sus escudos. Todo esto, además del hecho que a la vez se le impide el libre culto religioso a quien solía creer en estas piezas.
Simplemente se deja entrever la no participación de una creencia, religiosa, nacionalista, lo que sea, a través de la utilización banal de su simbolismo. El caso Pussy Riot sigue vigente, con Amnistía Internacional, Feminist Press, y varias organizaciones y artistas internacionales apoyándolas en su lucha mediática por defender su derecho. En www.feministpress.org se puede ver cómo hacer un aporte a la defensa jurídica de la banda.