Gaymente enamorado

por FEDERICO DE MENDOZA, Agnóstico.

 

La verdad, no recuerdo bien la última vez que me sentí así de enamorado. Tengo 30 y voy para los 5 años soltero, precisamente porque nunca más me gustó alguien tan intensamente ni volví a sentir ganas de estar nuevamente en pareja, y cansado de acumular fracasos y decepciones, decidí dejar de intentarlo. Pero esta vez, simplemente pasó. Un flechazo; automático, profundo y completo. Y lo mejor de todo, recíproco. Recuerdo perfecto la primera vez que lo vi, el mismo momento en que él me vio a mí.

Fue para el Carnaval de Oruro, en Bolivia. El día antes, uno se embriaga en la oficina, y como mis amigos y yo estábamos alojados en la mismísima Iglesia del Socavón (donde termina la procesión de todas las compañías de baile), el Padre nos invitó a “challar” donde una amiga suya, quien era la dueña del principal salón de eventos de la ciudad, alguna vez el edificio más alto de todo Bolivia, un Molino de Piedra construido en los años 30. Cuando llegamos, no lo podíamos creer. Bandejas enormes llenas de comida que se hacía en hornos de barro: carne de pollo, cordero, costillar de cerdo, banana, papas, batatas, habas… era simplemente maravilloso. Los platos de todos nosotros rebalsaban, nuestra alegría también. La señora, mi nueva tía, simpatiquísima, emocionada y muerta de la risa, mandaba y mandaba a sacar más y más garrafas de botellas de cerveza para sus invitados, además del ponche de bienvenida, un seudo vodka naranja en un plato hondo que todos los invitados teníamos que beber directo del plato a la boca, todos del mismo. Mis amigos y yo creíamos que habíamos muerto, todos juntos, y éste era nuestro paraíso hippie común que deseábamos en nuestra próxima vida.

En este paraíso, ya de noche, de repente llegó él. Apareció con su equipaje al hombro un tipo bordeando el 1.80, piel clara y pelo oscuro, ojos grandes y también oscuros, de rasgos hermosos y una enorme sonrisa, impecable presencia. Él y su amigo fueron presentados por la tía como unos sobrinos que venían a bailar para carnaval y se quedaban a dormir ahí, y yo, entre el excelente anfitrión que llevo dentro, y fascinado por la belleza de este chico, me puse  automáticamente de pie a su lado y comencé la conversa, sin sacarle los ojos de encima, siendo todo lo encantador y atento posible, y usando también mi mejor sonrisa. Era boliviano, lejos el hombre más lindo y guapo que vi en mis casi dos meses de viaje por su país. Su sonrisa me tenía estúpido, y su acento y voz completamente hipnotizado. Ese tono me dejó loco desde que comenzó a hablar. Como fuera, intentaba llamar su atención, medio nervioso y completamente atraído. Me había enamorado a primera vista, y no tenía como evitarlo, ni tampoco quería hacerlo.

El lindo bailaba caporales, lo más sexy que había visto alguna vez nuestro vecino y no amigo país. Solo imaginarlo hacía que me derritiera frente a él. Yo le decía que iba a estar especialmente en la entrada de la Iglesia con el Padre, parado junto a él para recibirlo especialmente. Me dijo el color de su traje para tenerlo identificado. Al volver del baño, habían recién abierto una botella de tequila que se tomó en menos de 5 minutos. Iban tomando de a uno, y el que tomaba, tenía que “invitar” a tomar a la siguiente persona. Yo recién llegaba al patio cuando el lindo me mira, con un vaso de tequila en la mano, y me dice “Fede, te invito”. A mí simplemente se me paró el corazón. No entendía nada, ¿a dónde me estaba invitando, a qué? Mi cara de desconcierto, y al mismo tiempo flechado, era evidente. Finalmente entendí, y estaba feliz de ser su elegido. De pronto, nos estábamos yendo todos. La fiesta seguía en la plaza principal de la ciudad. Entre todo el movimiento de gente, yo hacía esfuerzos por no separarme de él, y brillantemente le sugiero que volvamos al salón a tomar dos cervezas más para llevarnos, separándonos del resto. El lindo me decía que siguiéramos festejando juntos, cuando la tía le chanta a él y su amigo una alemana que estaba de paseo, y terminamos separándonos con la promesa de encontrarnos más tarde. Nos despedimos ya con harto alcohol en el cuerpo, diciendo que cuando uno viera al otro nos gritáramos bien fuerte para encontrarnos, y alguna otra estupidez así. Apenas nos separamos, no paraba de hablar de él con mis amigos. Aunque lo busqué toda la noche, no nos volvimos a ver…

Al día siguiente, en Carnaval, ya tarde concluí que me había perdido la entrada de su grupo de baile. Pero en la noche, entraron a la explanada un grupo de machos caporales con trajes del mismo color. Eran más de cien, impresionantes, con saltos y llenos de movimientos de cadera, agitando sus gorros y haciendo sonar sus cascabeles. Pensé en bajar corriendo, pero entre que no pensé que estaría bailando tan tarde, más lo imposible que iba a ser verlo entre 100 caporales más vestidos igual, y que además no quería perderme un segundo del baile, me quedé ahí con mis amigos, arrepintiéndome toda la noche de no haber bajado a recibirlo. Pero la segunda noche de Carnaval, caminando por calles atestadas de gente ebria en ambiente carnavalero, de pronto comenzaron a aparecer machos caporales con trajes del mismo color. Esta vez, lo iba a encontrar.

No pasaron más de 100 segundos cuando lo vi, a unos 15 metros y decenas de personas entre medio. No lo dudé un segundo. Agarré a mi amiga y partí corriendo, gritándole fuerte para que me escuchara. Cuando me vio, no solo me abrazó, sino que prácticamente se tiró encima de mí. Fue fantástico, lo había encontrado, y este boliviano hermoso estaba tan emocionado como yo al verme. Pero el tipo antes de verlo venía caminando con una mujer de la mano. No sé si fue por la química que nos rodeaba o qué, pero la mujer, después de saludarme, se terminó yendo y dejándonos solos. Mi amiga me decía, si es la novia, pobrecita… Le dije que nos teníamos que sacar una foto, y él ofreció sacar su celular. Era un iphone blanco, y lo guardaba dentro de una bolsa ziploc en su bota… tenía que ser gay. No recuerdo bien quién lo sugirió, pero me terminó agregando a Facebook, y más encima me dice “Fede, ahora sooolo me tienes que agregar”, y en ese acento mi imaginación se iba a volar en las escenas más románticas y apasionadas posibles. Yo le pregunté cuándo se iba a La Paz, a lo que el lindo respondió, con un tono tan sexy que todavía me pone nervioso recordarlo, “Fede, yo soooy de La Paaaz”, provocando que mi boca se intentara acercar levemente a la suya como hipnotizada. Quedamos de vernos luego. Al darme vuelta, mi alegría era infinita, no podía creer que la suerte me lo pusiera frente a mí nuevamente. No podía dejar de hablar de él. Al día siguiente, cuando desperté, me acordé que nos habíamos encontrado y se me vino una sonrisa de oreja a oreja, emocionado y feliz.

Al aceptar su solicitud de Facebook, comenzó una conversación mucho más coqueta, tenía que serlo. Como me dijeron una vez en Tel Aviv, era demasiado lindo para ser heterosexual. El interés era evidente. Subí nuestra foto juntos, con la frase “con el boliviano más lindo”, y me comentó que yo seguro me veía así, pero que a él la foto no le favorecía. En cada frase así, mis ganas de volver a verlo solo aumentaban, y mis dudas sobre su orientación sexual se iban aclarando. Entre frase y frase, llegamos a la primera cita. Nos encontramos en la puerta de mi hostal, el lindo todo bien vestido, se notaba esfuerzo en verse lo mejor posible. Con el paso de las horas, y la suma de las cervezas, de pronto su boca no paraba de acercarse a mi oreja en una fingida clase de español para pronunciar correctamente la LL, mientras que nuestras manos se iban encontrando sutilmente en la mesa. Cuando ya no tenía ninguna duda, le tome la mano para luego acercarme a poner suavemente mis labios en los suyos. La felicidad era plena y total. Mariposas en la guata como cuando tenía 14 años.

Alcanzamos a estar 2 semanas juntos. Nos veíamos a diario, comíamos en mi hostal para luego pasar toda la tarde y noche regaloneando. Solo estar tirados en la cama era mágico, era perfecto, no necesitaba nada más. Fueron tantos paseos y caminatas, salidas a bailar y comer, llenos de miradas cómplices, de sonrisas plenas, de sentirme completamente extasiado mientras nos íbamos conociendo y disfrutando el poco tiempo que teníamos juntos. Nunca compartir una copa de helado había sido tan especial en toda mi vida, nos reíamos solos, la alegría solo salía, volaba felicidad alrededor nuestro. Nunca masturbarme con otro había sido tan romántico. Caminando un día, pasamos por un muro que decía “Buscando tu sonrisa pasaría toda mi vida”, y así me sentía, derretido, hechizado, enamorado. Mi existencia tenía otro sentido a su lado.

Cuando tomé el avión para regresar a Chile, parecía de película. Estaba realmente triste, pero no solo por terminar quizás el viaje más espectacular que he hecho en mi vida, recorriendo Bolivia por casi 2 meses. Estaba triste por él, porque simplemente no quería dejarlo, no quería separarme ni despedirme, ni el sabor del último beso ni la tristeza del último adiós, no quería que terminaran esas semanas de intensidad, de pasión, de infinita ternura y cariño. Me bastó un solo beso para saber que ahí me quería quedar. Cada vez que nuestros labios se encontraban, podía respirar tranquilamente, labio a labio, mientras sentía como entraba el aire en su pecho, como latía su corazón, acariciando suavemente su cuello. Pero ahora, cada minuto que pasaba me encontraba más lejos, a más kilómetros de distancia. Sentado en el avión, escuchando canciones romanticonas, no lo pude aguantar más, y como si nada, de un segundo a otro, me largué a llorar. Ahí mismo, sentado, con todos alrededor, silenciosamente las lágrimas caían y caían por mi cara. No tenía como evitarlo, y nuevamente, tampoco quería hacerlo. No me daba vergüenza, era mi legítima pena de amor, necesitaba externalizar mi dolor. Fue tanto, que la señora de al lado no pudo más que sacar una barra de chocolate para ayudarme a pasar las penas.

Amor de lejos, amor de pendejos, me dijo un amigo bien churro. Me dio lo mismo, hablábamos a diario por casi un mes, todo el día por Facebook y casi todas las noches por skype. Una hora se pasaba volando mientras escuchaba su voz. Aunque me costara creerlo, seguía tan entusiasmado como cuando estábamos recién conociéndonos. Yo sabía, cuando nos conocimos, que el hecho que lo nuestro tuviera fecha de término ante mi eminente regreso lo hacía para mí harto más llevadero y factible. Acá en Chile, no buscaría conocer a un hombre para pareja estable ni amarrado, ni loco. Solo imaginarme de novio ya me da dolores de cabeza. Pero con el lindo no era así, necesitaba seguir junto a él. Pero no hay amorío gay que no se esfume con el viento, y así también fue con este.

Ingeniosamente, al mes de estar despidiéndonos, encontré la forma de volver a Bolivia, y por supuesto, de volver a verlo. El lindo al principio no lo podía creer. No me iba a La Paz, sino a una ciudad cercana donde vive su padre, por ende, el lindo iba a ir especialmente a quedarse donde su papá para verme lo más posible. Y luego, para un fin de semana largo, nos íbamos juntos al Titicaca a disfrutar de hermosos paisajes en islas verdes casi vacías de gente. Era todo lo que necesitábamos: tiempo juntos, naturaleza impresionante y mucha privacidad. Pero nada de eso pasó, y en vez de acompañarnos y compartir, fueron solo excusas: que tengo que comenzar mi tesis (después de tenerla medio año botada), que mi trabajo (que hacía online en su note), y mucho peor, que mi mamá no me dio permiso. Lo que antes era para mí algo tierno e indefenso, había pasado a ser mamón.

El desencanto fue tal que partí solo al Titicaca, no iba a perdérmelo por un tipo, nunca me había postergado por alguien y tampoco iba a ser la primera vez. Aunque no lo demostré, estaba profundamente ofendido, tan así que ni siquiera tuve las ganas de volver a La Paz a verlo por una última noche y despedirnos bien. Volví corriendo a la gran ciudad, solo para recoger mi bolso y partir al aeropuerto. El lindo no podía creer que me había ido así. Pero esta vez, el camino de regreso fue muy distinto. Donde antes había pena, ahora había rabia y decepción. No podía entender cómo la vez anterior venía desecho, ni de dónde habían salido esas postergadas emociones. Para mi tranquilidad, ya se habían vuelto a esconder.

Tengo hermosas fotos juntos en Facebook. Las veo y se me vienen los más lindos recuerdos a la cabeza. Incluso logro acordarme de lo que se siente enamorarse perdidamente de alguien. Hay canciones que las escucho y se me dibuja una gigante sonrisa en la cara, solo por acordarme de él y de tantos momentos que parecían sacados de la película más romántica y patética. También tengo un cascabel de una de sus botas, “para el chileno más lindo de su macho caporal”. Hoy lo miro y me rio, pero ya no con la ternura infinita, sino con la resignación de saber que ese tonto recuerdo va a terminar algún día en la basura. Después de todo, somos gay en el siglo XXI, ¿qué más se nos puede pedir?

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