Nada de esto estaría pasando, mi amor

por GIANFRANCO RAGLIANTI, Abogado, U. de Chile.
Pensando en términos estrictamente egoístas, y sin atender a los sentimientos de absolutamente nadie más que yo, lo que preferiría que le pasara a mi ex, en orden descendente, de lo que más me gustaría a lo que menos, a un mes de haberme pateado y excluyendo obviamente la opción de que vuelva conmigo (que ocuparía sin duda el primer lugar), es:

  1. Que se vuelva monja 2. Que se haga lesbiana 3. Que se vaya del país 4. Que esté sola 5. Que esté con alguien más feo que yo 6. Que se muera 7. Que esté con alguien más atractivo que yo.

En términos probabilísticos, el número 4 tiene ventaja. 3 depende de si le sale una beca y su verificación es compatible con otros números, pero prima sobre los demás (es decir, si se dan al mismo tiempo 3 y 5, mi felicidad va a estar al nivel de 3, no al de 5). 1 es menos probable que 6 porque, aunque goza de buena salud, es atea. No pondría las manos al fuego por negar la ocurrencia de 2, pero sin lugar a dudas son más factibles los eventos 5 o 7. Incluso, ambos a la vez son más probables que sólo 2.
Esto ocupaba mis pensamientos en el momento en que atropellé a un malabarista de semáforo y de paso maté a un ciclista. Venía manejando desde la casa de mi ex porque tuve que ir a buscar una motosierra que dejé allá un día que fui a cortar algunas ramas del árbol de la entrada. No quiso darme la cara. La herramienta me la entregó su hermana, junto a un libro que le había prestado. La noche anterior la pasé en vela anticipando el momento del encuentro.
El sol me daba en la cara en el semáforo, aletargándome, y por eso cuando, producto de la torpeza del malabarista, una clava cayó sobre el capó del auto, me desperté y casi por reflejo, aceleré.
El artista callejero me supo esquivar a medias, y el taxi que venía por la calle perpendicular a la mía también. Lamentablemente, al esquivarme botó a un ciclista que andaba sin casco, y si el golpe de su cráneo contra la calzada no lo mató, seguro lo hizo la rueda del auto que venía atrás que le aplastó la cabeza.
Una señora gritó. El auto frenó cuando ya la cara había sido estampada en el pavimento, y otro vehículo lo chocó por alcance. Se escucharon chirridos y un par de golpes más que no supe de donde provenían. Aparentemente, con el alboroto, yo había soltado el pie del embriague y del acelerador, y estaba con el motor apagado en medio de la intersección de dos calles.
Tengo la mala costumbre de nunca poner los cambios en neutro en los semáforos. Quizás si en lugar de esperar la luz verde en primera y con el embriague apretado, hubiese dejado el auto en neutro, nada de esto estaría pasando.
Pero ahora estaba atrapado en mi auto, con el malabarista levantándose del suelo y viniendo en dirección a mí buscando venganza, y sentía que no estaba solo. No veía a nadie más, pero no me cabía duda de que todos los que presenciaron el accidente se transformarían en una turba enardecida que buscaría lincharme. Como no pensaba dejar que eso pasara, me bajé a dar explicaciones. No iba desarmado. Bajé con la motosierra, por si acaso.
Todos los rostros a mi alrededor se desfiguraron. La señora que gritó por el atropello, volvió a gritar: “¡Tiene una motosierra!”. De esta situación, desprendí que por muy clichés que sean algunas escenas en las películas en que la gente verbaliza lo obvio, en la cotidianeidad uno también encuentra personas así.
Nadie más supo cómo reaccionar. Yo tampoco habría sabido hacerlo.
Si alguien se baja con una pistola, asumiría que es uno más de los muchos santiaguinos neuróticos que simplemente se quieren sentir poderosos, pero que nunca la han usado ni pretenden usarlas, ya que no están dispuestos a terminar en la cárcel por una absurda pelea callejera, así que pensaría que es fácil disuadirlo de bajar el arma y acordar como personas civilizadas una solución al problema.
Pero si se baja alguien con una motosierra, no hay nada que conversar. El tipo es un demente. No está interesado en matarte. O en realidad sí, pero antes quiere descuartizarte lentamente y en vida, y después, va a ir a alimentar a los perros de Lampa con tus restos.
Tengo un amigo que anda con un bate de beisbol en el auto. Sólo una vez lo tuvo que usar. Llevaba varios minutos esperando estacionarse en un concurrido centro comercial y cuando por fin encontró un espacio disponible, otro conductor –recién llegado- se adelantó y ocupó el lugar. Ambos se bajaron, se gritaron y cuando la discusión fue subiendo de tono, mi amigo se dirigió a su maletero y sacó el palo.
La genialidad viene ahora: Se lo entregó a su rival. “Para que la pelea sea justa”, le dijo. El tipo soltó el bate y se metió a la primera tienda que encontró, sin siquiera mirar a mi amigo. Cuando me contó, no pude evitar preguntarle qué habría pasado si decidía usarlo. “Tenía una pistola en el bolsillo, pero si le disparo de la nada, me voy preso. Si le disparo a alguien que me está atacando con un bate de beisbol, es legítima defensa”.
El consejo se lo había dado su padre, un Coronel en retiro. A mí, mi papá sólo me aconsejó formalizar la relación con mi ex. Sin su consejo, nada de esto estaría pasando.
Y de mí dependía evitar seguir en esta situación. Hice andar la motosierra y busqué entre los autos detenidos por el accidente, alguno que estuviera en una posición que permitiera huir rápido y que no tuviera patente, porque sería más lento rastrearlo.
Esta inspección visual se interrumpió por una clava que me llegó en la espalda. Si dejaba impune al malabarista, el próximo ataque no sería una clava, sino una piedra. Es más, difícilmente sería solo una.
Me acerqué a toda velocidad a intentar hacerle un pequeño corte en un brazo, pero su pelo se interpuso en el camino de los pequeños dientes de la sierra. Del tirón salió volando pelo y cuero cabelludo. El pobre se retorcía en el piso de dolor, con un pelón sangrante.
Entonces, pude ver por el rabillo del ojo que alguien venía a atacarme. Me di vuelta con la motosierra en alto pero aparentemente no la levanté antes de girarme, sino en la rotación misma, lo que provocó que en pleno ascenso se topara con su brazo, pero no en forma superficial, sino bloqueando perpendicularmente la trayectoria, por lo que el impacto destrozó piel, músculo y hueso.
Intenté disculparme, pero nadie quiso escuchar. Los carabineros no llegaron mucho después de eso. Antes de forzarme a ir con ellos, pedí que me pasaran el libro que le había prestado a mi ex. Sabía que esto no era para ellos algo rutinario, así que mientras estuviera en el calabozo, quería tener algo con lo que entretenerme. No pude sacarlo yo, pero un carabinero lo hizo por mí.
Cuando lo abrí, del interior del libro, cayó una carta escrita por ella. Decía que lamentaba no estar para entregarme las cosas personalmente, que se había ido a la playa por el fin de semana, pero que quizás a su regreso podíamos juntarnos e intentar conversar y arreglar las cosas.
Que confiaba en que el motivo por el que terminamos ya no sería un problema porque esperaba que el tratamiento estuviera dando resultado. Que necesitaba este tiempo para airear la relación, pero que de todas formas notaba, incluso antes de que termináramos, cuando yo ya llevaba unos cuantos meses en terapia, que era eficaz, y que estaba pudiendo por fin controlar mis ataques de ira.
Por lo mismo, espero que cuando vuelva de la playa, o cuando se entere por las noticias… incluso si estás leyendo esto, María Paz, por favor escúchame y, más importante aún, cree en lo que leíste, confía en mi versión de la historia.
PS: No quiero que te mueras. Reconozco que lo pensaba en el semáforo, pero de las siete, en realidad es la opción que menos me gustaría.
Cuento elaborado por su autor para el Concurso de Literatura Juvenil de Juventud Providencia, compitiendo por el primer lugar en la categoría favorito del público. ¡Dale un like hoy martes y ayuda a Gianfranco a GANAR!

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