Viaje al Centro

por RONNY VAISMAN, Est. Derecho, U. de Chile.
Conocí los tesoros que oculta tu mirada, pero me asusté y huí chillando como un lunático empedernido. Como nada encontré, volví; me encogí de hombros y me encogí.
Me atreví un poco más y me introduje entre una selva de lianas calamitosas, mientras mosquitos amargos se infiltraban en mi boca, haciéndome escupir. Saliendo de esa vorágine estrepitosa, vislumbré unos rayos de luminiscencia atravesando montañas diáfanas e imponentes que se hundían en la tierra en un proceso inverso y vertiginoso. Decidí que de no seguir, me perdería, y comencé a correr desaforadamente por unos campos de trigo tan ligero que sus espigas, como cabellos de un ángel, acariciaban mis rodillas desnudas.
No tardé en verme sin rumbo sobre una superficie dura y plana, como un espejo. Sólo que no veía el reflejo de un loco desorientado, sino una superficie de un rojo chillón que me hacía subir las mejillas y bajar la frente como si absurdamente quisiesen intercambiar lugares y plegar a la fuerza mis pestañas. Como si fuese poco, un olor artificial penetró mis narices y no pude sino desear haber cogido el último resfrío de agosto.
De un segundo a otro, un río de aguas delicadas, me hizo resbalar. Caí sobre mi trasero y comencé a acercarme inevitable y rápidamente al borde de esa uña inmensa hasta que caí a un vacío. ¡Qué caída! El reloj estalló en mil pedazos, los que se mantuvieron flotando y acompañándome en tan sereno vuelo.
Luego de balancearme en el aire de un extremo a otro como la última hoja de otoño, me posé en tu empeine. Al mirar arriba, me percaté de mi verdadero destino entre unos cegadores haces de luz. Cogí unos picos que aparecieron en mis manos por arte de magia y los clavé con todas mis fuerzas en tus canillas. Sangre oscura brotaba a borbotones desde tu piel en cada agujero que dejaban. No me agobié, porque sabía que mi cuerpo diminuto era imperceptible para tu grandiosidad. O quizás esa sangre era simplemente un extra cinematográfico que mi mente adhería a la situación.
Bien, seguí enterrando y desenterrando hasta que una cuerda, que nacía de un abismo brumoso sobre mi cabeza, se dejaba caer lánguidamente a mi izquierda, a perfecto alcance de mi mano. Me aferré a ella sin pensarlo dos veces y comencé a balancearme indefinidamente. Lo primero que observé fue tu flor. Serio y poderoso me analizaba tu núcleo femenino como los ojos de un búho. Divisé tu ombligo infantil que parecía una cueva inalcanzable. Pasé rozando tus pechos con la punta de los dedos como cuando tocamos el agua del río al ir remando por sus cauces. Finalmente, aterricé en unos labios blandos como algodón y suaves como terciopelo.
Me sentía en paz, cuando una lengua surgió de las profundidades como un basilisco y me enrolló con fuerza para sumirme en tu interior. Una nueva caída me atraía a tu centro, pero ésta era sin duda más oscura, húmeda y cálida. Grité de pura adrenalina y ecos guturales rebotaron en las paredes del pozo carnoso. Al caer en una superficie levemente esponjosa, fabriqué una antorcha improvisada con las partículas de glóbulos muertos y bacterias y la encendí con mi aliento apasionado. Ahora veía con nitidez y claridad. Apareció frente a mí tan rojo y brillante que di un salto hacia atrás y podría confesar que lancé un gritito de terror, aunque despacio.
Palpitaba estruendosamente y resplandecía con un fulgor sordo. Algo impedía que quisiera salir. Ese lugar era extrañamente tibio y acogedor, por más oscuro y silencioso que se viera. Construí una fogata con residuos de previas roturas y desilusiones y acampé frente a él. Los párpados se me cerraban mientras el fuego se consumía eternamente y el calor de esa gruta me aletargaba aún más. Me dormí y soñé que volvía a mi tamaño normal y tus ojos seguían escudriñando mi interior. Pero me fue imposible despegarme de ese momento, porque ahí estabas tú.
Y así es como llegué a tu corazón.

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