La Vergüenza Chilena: la relación del Estado chileno con nuestros pueblos originarios.

por SOFIA SACKS, Est. Ciencia Política, PU. Católica.

Muchas veces, tomamos decisiones en el pasado que no tomaríamos de la misma forma hoy en día. Es natural en nuestro comportamiento reconsiderar nuestras acciones, y darnos cuenta de que nuestra forma de lidiar con ellas no fue la mejor. Algunas veces, esas decisiones nos avergüenzan, y decidimos esconderlas. Son menos las veces que esas decisiones nos avergüenzan como sociedad, y que debemos afrontar en conjunto.

Todo país tiene su vergüenza colectiva, y tiene distintas formas de lidiar con ella. Italia, por ejemplo, eligió exiliar a su realeza, tras la autorización que entregó Víctor Manuel III a Mussolini para gobernar. Ni siquiera hoy pueden sus nietos hacer ingreso al país. Alemania decidió hacer frente a su vergüenza, y asumir públicamente su responsabilidad tras el Holocausto, retribuyendo a las víctimas y prohibiendo toda expresión de nazismo a nivel constitucional. Francia, en 2004, decidió prohibir el uso de todos los símbolos religiosos, como forma de paliar la discriminación, o bien, de ocultarla, al saber que no se había procedido de la mejor forma. Hay otros países que no notan sus errores, y se enorgullecen de acciones de las que todos estarían dispuestos a condenar.

Sin embargo, no son estos los más peligrosos, en mi opinión, sino quienes saben que han actuado de forma incorrecta, y lo ocultan para no hacer nada al respecto. Lamentablemente, caemos en esta categoría, no solo en una ocasión. El primer ejemplo, y más claro de nuestra inacción frente a nuestras vergüenzas nacionales, es la postura nacional frente a la dictadura militar. Ya se ha hecho mención a estos elementos, pero la idea de mantener los consensos a nivel político nos ha llevado a esconder la condena a los culpables, que ha desencadenado en actos repudiables como el homenaje reciente a reconocidos violadores de los Derechos Humanos.

Quizás, este sea el elemento más reciente y relevante a nivel nacional, que, sin embargo, ha llevado a postergar otros hechos igualmente repudiables de nuestra historia. En particular, quiero referirme a la relación que ha mantenido el Estado chileno con los pueblos originarios.

Los problemas referentes a dicha relación se expresan, en una primera instancia, en el lenguaje utilizado. A modo de ejemplo, la llamada “Pacificación de la Araucanía” no significó más que el despojo y matanza de millones de mapuches, y hoy es enseñado con ese nombre en los colegios, constituyendo una afrenta sin nombre para los descendientes de dicho grupo. El hecho de que la región donde se ubica la mayoría de la población mapuche se llame hoy “Región de la Araucanía”, nombre que los españoles – invasores y oponentes de los legítimos habitantes de las tierras- daban a los territorios, no hace más que confirmar este hecho. De más está decir que el conflicto está lejos de ser resuelto, y sin embargo, somos testigos de uno de los bloqueos mediáticos más descarados que ha vivido nuestro país, dejando en claro que no hay ningún interés real por solucionar un problema que debiese ser prioritario, y en el que deberíamos jugar como visitas.

Probablemente, el hecho más impactante de toda la relación que ha tenido el Estado chileno con los pueblos originarios es la matanza de Tierra del Fuego. El interés de las grandes ganaderas por las vastas regiones de la isla se vio contrapuesto al de sus habitantes originales, llegando los primeros a pagar por las cabezas de los Selk’nam. Sin embargo, esta es solo una de las prácticas llevadas a cabo para erradicar a la población. Otras prácticas crueles, como la intoxicación de la comida o el ataque con perros de caza también eran comúnmente utilizadas para acelerar el exterminio. Nuevamente, el Estado actuó a favor de quienes fomentarían el desarrollo, permitiendo el genocidio de casi 4.000 aborígenes.

Sería injusto culpar solo a las autoridades chilenas de estas masacres, pues el fenómeno se dio en toda América Latina, a mayor o menor escala. La población autóctona fue reducida y exterminada en cada uno de los países de nuestro continente, y hasta los años ’80, fueron considerados como una barrera para el desarrollo, del que ellos elegían mantenerse aparte. Una ola de interés surge en esta época, y se atribuye a la superación de una visión que suponía como clave para el desarrollo la formación de una “unidad nacional”, que se lograría tras la supresión de los elementos distintivos de las comunidades indígenas. Este reconocimiento de diferencias como no negativas, quedó plasmado en las numerosas reformas constitucionales efectuadas en Centro y Sudamérica. Un claro ejemplo de esto es la declaración de 1993 como el “Año Internacional de las Comunidades Indígenas del Mundo”.

En nuestro país, sin embargo, ninguna de estas reformas se llevó a cabo. El mayor avance fue, probablemente, la Ley Indígena, que comete errores como llamar “pascuenses” y “araucanos” a los pueblos Rapa Nui y Mapuche, respectivamente. Sin embargo, hace poco por rescatar los elementos culturales o reconocer la legítima posesión que deberían hacer sobre la tierra. Cabe hacer mención especial al exterminio cultural, que ha significado la pérdida de las lenguas autóctonas y tradiciones, que despojadas de la tierra, tienen cada vez menos espacio para subsistir.

Somos culpables por omisión; por permitir que aún hoy no se haga nada al respecto, pues como sociedad hemos decidido olvidarlo. Un refrán español dice que, muchas veces, las cosas “por sabidas, se callan; y por calladas, se olvidan”, y es precisamente eso lo que hemos hecho. Esa debería ser nuestra vergüenza nacional, y no sé si es que no queremos reconocerla, o no queremos culparnos por la misma. Es hora de poner el tema sobre la mesa, y hacernos responsables por una masacre que estamos escondiendo bajo la alfombra hace siglos.

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