El conflicto como muestra de salud y fuente de dignidad social.

por JONATHAN KAUFMAN. Psicólogo,  PU. Católica de Chile.

“Un conflicto es una situación que implica un problema, una dificultad y puede suscitar posteriores enfrentamientos, generalmente, entre dos partes o más, cuyos intereses, valores y pensamientos observan posiciones absolutamente disímiles y contrapuestas.”  (Definición de un diccionario en internet que me hizo sentido)

Con una definición como esta, bastante general, no es difícil otorgarle al conflicto una connotación negativa, o situarlo como algo que queremos evitar. Pero veamos el conflicto no sólo como algo inevitable, sino incluso necesario y deseable.

Freud propone dentro de su comprensión de la mente humana que el conflicto interno en el individuo es una condición existencial, cuya ausencia daría lugar a la locura, en la medida que, por ejemplo, no exista la posibilidad de restringir o cuestionar cualquier impulso que luego se transformara en conducta.

La relevancia de hacer esta distinción radica en comprender qué lugar tiene el conflicto en el desarrollo “sano” de cada individuo, pues está claro que es un componente fundamental. Cuando se habla de un “conflicto inconsciente”, está referido a dos o más fuerzas en conflicto a nivel interno, es decir, dos deseos contrapuestos en pugna por realizarse,  de los cuales al menos uno es inadmisible para la consciencia. Este tipo de dinámica es la que, en resumidas cuentas, hace que se configuren diversos síntomas como formas alternativas de aparente resolución.

En este contexto es que el trabajo clínico (desde ciertas perspectivas) se relaciona con llevar este conflicto inconsciente a la consciencia,  y ponerle palabras.

Esta reflexión creo que puede extrapolarse a realidades más allá de la individual, pues si pensamos en una organización, como puede ser por ejemplo un Estado, también tiene sentido pensar que las soluciones más patológicas tienen que ver con la existencia de un lado del conflicto que es inadmisible,  sistemáticamente negado, y reprimido. Ejemplo de esto puede ser una dictadura, o cualquier régimen fanático, que se vale de distintos medios para invalidar cualquier fuerza contraria, o incluso en nuestros Estados más democráticos donde ciertos subgrupos y subculturas también son negados y reprimidos.

Una de las bases fundamentales para la existencia de una república democrática “potencialmente sana” es la existencia de conflictos, es decir, de opuestos legitimados mutuamente que sean capaces de entramar una discusión y contradecir ciertos supuestos para construir diálogo.

Pensando en nuestra realidad nacional, es fácil encontrar bastantes puntos en que la idea de lo que podríamos llamar “conflicto sano” no ha sido aun alcanzada, pues pareciera que hay intereses y poderes de carácter hegemónico que se mantienen donde están por medio de no admitir ni permitir el conflicto, y cada marcha y cada manifestación que realizan los movimientos sociales en Chile tiene como consecuencia movilizar y resquebrajar esa estructura cristalizada, dejando en evidencia que el conflicto existe y que las fuerzas contrarias si tienen un estatuto similar.

En este sentido, la tesis del sociólogo Alberto Mayol corroboró esta idea, pues él afirmó basado en datos concretos, que el 2011 fue un año marcado por un aumento significativo de indicadores de salud en la sociedad.

Llevándolo a otro contexto, en el conflicto árabe-israelí, se pueden identificar claramente dos fuerzas que tienen intereses válidos, y que se contraponen. Lo grave del asunto es que ambos lados, en el afán de tener la razón de manera absoluta, y al funcionar con “verdades” mutuamente excluyentes, incurren en negar sistemáticamente la legitimidad del otro.

Por un lado, cuando se afanan en negar la legitimidad del estado de Israel, están automáticamente eliminando la posibilidad de ser parte de un conflicto, y en ese entendido, tratando de imponer a la fuerza una “realidad” distinta, rayando en la locura antes mencionada. Del mismo modo, el incurrir en actividades terroristas se traduce en negar el derecho a la vida de los habitantes.

Por el otro lado, creo que el discurso sionista más masivo no se aleja mucho de incurrir en conductas similares: en la medida que se nieguen elementos históricos que afirman que otro pueblo también solía tener el derecho de vivir en el mismo pedazo de tierra, o cuando se incurre en lo que podemos llamar “defensas corporativas”, en relación a justificar o descriminalizar cualquier acción del Estado por cruel e injustificable que sea. En ambas, nos encontramos con un escenario similar en el que es una verdad la que quiere imponerse sobre la otra.

En conclusión, me parece que un paso que es necesario dar es el de convertirlo realmente en un conflicto, donde sean las partes capaces de legitimarse mutuamente y construir una realidad conjunta, en la que ya sea menos importante saber quien tenía la razón y quien estaba equivocado, o quien tiene el mayor potencial para exterminar al otro; y sea más importante permitir que las personas puedan vivir en condiciones dignas, sin hambre ni terror, y que finalmente las instituciones se pongan al servicio de las personas, y no las personas al servicio de las instituciones.

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