Pena de Muerte: lecciones desde la Tora en torno al Castigo de quitarle la vida a un ser humano.

por NICOLAS ZISIS, Egresado de Derecho, U. de Chile.

En el año 1959, el violento asesinato de la familia Clutter sacudió la tranquila vida de Holcomb, en Texas. La familia asesinada era gente próspera, que vivía de la agricultura. Eran habitantes de un pequeño poblado de mayoría metodista. Generosos, empáticos, trabajadores, sanos, no tenían aparentes enemigos.

Los asesinos, Richard Eugene Hickock y Perry Edward Smith, eran convictos bajo libertad condicional que creían que en la casa de los Clutter hallarían una caja fuerte con no menos de diez mil dólares. No la hallaron, pero de todos modos asesinaron a los padres y a sus dos hijos adolescentes mientras éstos dormían. Esta historia real, relatada por Truman Capote en su libro “A sangre fría”, terminó con los dos asesinos condenados a pena de muerte, ejecutándose la sentencia tras un largo proceso.

¿Debían ser condenados a la horca por el Estado estas dos personas o debían en cambio ser castigados de una forma distinta? La respuesta a esta pregunta divide a las sociedades de todo el mundo (al menos en occidente) en torno al problema de si nuestros sistemas penales deben o no incorporar la pena de muerte como una sanción para los crímenes más horrorosos. Pero esta controversia no es para nada nueva.

El Código de Hammurabi, primer sistema penal conocido, contempla la pena de muerte como piedra angular del sistema penal, lo que es ilustrado con la máxima “ojo por ojo, diente por diente” (y, por tanto, vida por vida). De la misma forma, en la Grecia clásica tanto Platón como Aristóteles justificaron la pena de muerte. El mismo Sócrates fue condenado a pena de muerte.

Tomás de Aquino, por su parte, también fue partidario de la pena capital: «(…) pueden lícitamente matar quienes lo hacen por mandato de Dios, porque entonces es Dios el que lo hace.» (Escritos de catequesis. Santo Tomás de Aquino). Asimismo, Imannuel Kant sostuvo que “no existe equivalencia entre una vida, por penosa que sea, y la muerte; por tanto, tampoco hay igualdad entre el crimen y la represalia, si no es matando al culpable por disposición judicial”.

El mismísimo Rosseau, exponente de la Ilustración en materia política, afirmó en su obra “El Contrato Social”, que «todo malhechor, atacando el derecho social, conviértese en rebelde y traidor a la patria (…) La conservación del Estado es entonces incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca”.

Por otra parte, podemos contar entre quienes han sido contrarios a la pena de muerte a personajes ilustres como Tomás Moro: “D´s prohíbe matar. … Y no vale decir que dicho mandamiento del Señor haya que entenderlo en el sentido de que nadie puede matar, mientras no lo establezca la ley humana. Por ese camino, no hay obstáculos para permitir el estupro, el adulterio y el perjurio. Dios nos ha negado el derecho de disponer de nuestras vidas y de la vida de nuestros semejantes. ¿Podrían, por tanto, los hombres, de mutuo acuerdo, determinar las condiciones que les otorgaran el derecho a matarse?”.

También Voltaire, y escritores de la talla de Víctor Hugo o Dostoievski, quien en su obra “El Idiota” escribió, «Matar a quien ha cometido un asesinato es un castigo incomparablemente peor que el asesinato mismo. El asesinato a consecuencia de una sentencia es infinitamente peor que el asesinato cometido por un bandido.»

Desde el judaísmo, Rabbi Joseph Telushkin[1] reflexiona y nos muestra que la Torá es clara en admitir la pena de muerte en varios pasajes, como por ejemplo: “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre”. (Génesis 9:6); y “El que hiriere a alguno, haciéndole así morir, él morirá”. (Éxodo 21:12)

En cuanto a la justificación de la pena de muerte, existen dos tipos de argumentos. En primer lugar, la pena de muerte se justifica en atención a que sirve como prevención de tipo general, esto es, como medida ejemplificadora que haga que el resto de los ciudadanos se abstengan de cometer el delito por el que el condenado ha sido ejecutado. Así se desprende del siguiente pasaje Los demás oirán y temerán, y nunca más volverán a hacer una maldad semejante en medio de ti” (Deuteronomio 19:20).

En segundo lugar, la pena de muerte se puede justificar en la retribución, que no es otra cosa que la idea de que la justicia puede ser restablecida mediante el castigo a quién ha cometido un delito. (Así en Deuteronomio 19:19 y 24:7).

La interpretación talmúdica no es pacífica, y a pesar del marco descrito, la línea argumental más fuerte se opone a la pena de muerte, incluso en el caso de asesinato premeditado. En la práctica, esta corriente talmúdica pone tantas restricciones procesales a las autoridades judiciales para poder sancionar con pena de muerte un delito, que muy pocos asesinos, si es que alguno, fueron condenados.

Entre estas restricciones podemos contar, en primer término, la prohibición de utilización de la confesión como medio de prueba para sustentar una sentencia condenatoria. El talmud babilónico nos enseña que “un hombre no puede testificar en contra de sí mismo” (Sanherin 9b). Este principio, que hoy es consagrado en los sistemas procesales penales modernos, tiene una importancia muy grande y un mérito ingente considerando los sistemas que paralelamente regían en la época en que comenzó su aplicación.

La prohibición en el plano procesal de utilizar la confesión como medio de prueba, deriva necesariamente en la inutilidad de la tortura como medio de investigación. Por esta razón, mientras en los sistemas gobernados por los católicos y romanos se valían de la tortura para sustentar sus acusaciones, en la tradición judía ello carecía totalmente de base.

Por otra parte, la sola confesión no tiene el mérito suficiente para justificar una condena de muerte –ni de ningún tipo-, en razón de una persona que se encuentra en sufrimiento, amargada, y que desee la muerte, puede verse tentada a atribuirse delitos graves que no haya cometido para acabar con su sufrimiento (Mishneh Torah, Leyes del Sanherinm18:6).

Otra de las guías procesales que se imponen a los jueces que conocen estos casos es el de la prohibición absoluta de utilizar prueba circunstancial. Para ilustrar esta idea, es útil la siguiente cita del Talmud Babilónico: “Quizás viste al acusado corriendo detrás del otro hasta dentro de la ruina, y lo perseguiste, y lo encontraste con su espada en su mano con sangre goteando de ella, mientras la víctima se retorcía en agonía. Si es eso lo que tú viste entonces no viste nada” (Sanherin 37b).

Esta regla probatoria es lo que hoy podríamos conocer como el estándar de “más allá de toda duda razonable”, y entraña una prohibición de utilizar presunciones para fundar una sentencia que condene a muerte al acusado. En este sentido, la única evidencia que sí puede fundar una sentencia es el testimonio conteste de dos testigos que hubieren visto simultáneamente el crimen, incluyendo en el mismo los eventos que condujeron inmediatamente a su comisión desde el comienzo hasta el fin.

De acuerdo a algunos Rabinos contemporáneos, como Rabbi J. David Bleich, esta regla hoy por hoy puede ser morigerada, pues de acuerdo a la ley judía, “las huella digitales, la evidencia forense y otras análogas deberían ser relegadas a la categoría de prueba circunstancial”, y probablemente si dos mil años antes se hubiese sabido que cada individuo tiene huellas digitales únicas y un código genético único, las reglas sobre prueba circunstancial no serían tan severas como fueron redactadas.

Quizás uno de los requisitos más extravagantes que existen en la ley judía a los ojos de un sistema penal moderno, es la exigencia de que cada uno de los testigos que declaren en contra del acusado tienen la carga de haber advertido al imputado que la conducta que está a punto de desarrollar (la acción homicida) es un delito que, llegada su hora, puede conducirlo a ser condenado a pena de muerte y que este mensaje sea recibido oportunamente por el homicida. Si le damos una vuelta a esta exigencia nos podemos dar cuenta de que es, sino imposible, muy difícil.

Lo cierto es que el Sandherin, que fue la única Corte Judía con el poder de condenar a muerte (derecho perdido aproximadamente el año 30 E.C., por disposición de los romanos) fue reacio la mayor parte del tiempo a condenar a muerte en los casos que se le presentaban: “Un Sandherin que ejecutase a una persona cada siete años podía ser llamado proclive al asesinato” (Mishná Makkot 1:10).

Puede pensarse que las exageradas limitaciones procesales que existían en la Ley Judía fuesen una reacción de protesta frente al régimen romano que ejecutaba a mansalva, por cualquier tipo de ofensa y basados en la evidencia más ligera, pues mientras hoy se conoce sólo el caso de Jesús y quizás un par más, lo cierto es que durante aquellos primeros ciento cincuenta años de la era común se ejecutaron en torno a 120.000 judíos[2]. El mismo Rabbi Akiva fue ejecutado por los romanos por el crimen de diseminar el mensaje de la Torá. En ese clima, es normal pensar que los Rabinos tendiesen a creer que lo más correcto moralmente era la prohibición absoluta de la pena de muerte.

La práctica de los antiguos Tribunales Judíos parece digna de admiración, pues si bien la Torá les permitió la posibilidad de aplicar la pena capital, en los hechos existió un respeto por la vida más allá de lo que les era positivamente exigible. Este tipo de sensibilidad podría servir como una guía incluso hoy para los jueces de países en que la pena de muerte aún es ley, cuando enfrenten casos en los que el imputado arriesgue su vida ante un tribunal.


[1] Rabbi Joseph Telushkin, Jewish Wisdom. William Morrow and Company, Inc.New York, 1994

[2] Ibíd. p. 413

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