Carnaval de Oruro; ebriedad y folklore.

por NICO RIETHMÜLLER, Lic. Sociología, U. de Chile. MA en Resolución de Conflictos y Mediación, U. de Tel Aviv. Director El Diario Judío.

 

Cuando fui a comprar mi pasaje en bus a Oruro en la ciudad de Arica, primero pensé que estaba en un cementerio de buses, hasta que leí Terminal Internacional. Eran cuatro casuchas. Los animalitos no faltan. Al principio pensé que había llegado a una feria de ropa usada, imagínenme preguntándole a una lugareña si todos los días había esta feria, hasta que me aclaró que eran mujeres que llevaban su “matute” para Tacna.

Tras realizar un breve trasbordo, en el cual nos dejaron a un grupo de chilenos en la mitad de un cruce donde teníamos que confiar en que otro bus nos recogería por arte de magia, logré arribar a Oruro, ciudad del principal carnaval en Bolivia. Llegan de todos los rincones del mundo, al menos de Bolivia, gente disfrazada de todo tipo. Tienen pomponcitos de miles de colores. Les cuelgan de la cabeza, del hombro, de la cintura, y sus instrumentos también están llenos de pomponcitos. Si la gente es pintoresca, la comida no se queda atrás. Bolsitas de carne de vicuña con papas al horno. Como que primero lo hacen chaleco y de ahí charqui. En este olvidado rincón del mundo, con la mayor presencia indigenista de todo nuestro continente, abundan los gorritos chiquititos en las grandes cabezas de ancestrales mujeres.

A solo un día para carnaval, la gente ya está celebrando en las calles. Las señoras cholas desde temprano armaron sus stands y de pronto este tranquilo pueblito es un gran persa (aunque debo confesar que nunca he ido al persa). Todo Oruro son calles y calles de puestos donde venden de todo, desde radios, zapatillas, shampoo, y por supuesto, los infaltables puestos de almuerzo: cacerolas con pollos fritos, bolsitas con carne de vicuña hecha charqui y papitas al horno, pescados refritos, mini pirgüines más que rostizados, es un espectáculo bastante asqueroso, pero la gente feliz pasa a servirse un rico platillo.

Como en este hermoso país es legal tomar en la calle, los señores no se quedan atrás y también se toman las calles, se toman todo en la calle. Indígenas, mestizos, minusválidos, todos ebrios, a algunos los tienen que ayudar porque ya perdieron la motricidad. En la tarde previa al carnaval, el pueblo se pone de fiesta y todas las oficinas son centro de festejos de funcionarios ebrios. Las oficinas de abogados son las peores. Un tipo sale corriendo de una y se pone a hablarme en lo que para él debe haber sido inglés, yo solo respondía: «what?». Cuando le dije que hablaba español, se sorprende y me dice:  “You  are  not from England?”

Los otros personajes que se tomaron las calles son los niños, y de una forma muy particular: ¡guerra civil de bombitas de agua! Y así es como me la pasé todo el día mojado: este turista británico ha sido el centro de diversión de los pequeños traviesos que sin compasión desencadenan su lucha de agua contra mí. Da lo mismo si tengo la cámara de fotos en la mano, soy el Tony del agua aquí en Oruro. Para mi placer, no soy el único, y todos ya están sacando sus capas plásticas para evitar esta tremenda guerra, la tónica de todo el pueblo.

Ir a carnavales en Bolivia es como ir para Chile el 18. Primero, «Challas en la oficina», todos los funcionarios públicos tienen el derecho de quedar ebrios en la oficina. Y todos, por supuesto, con challas como si fuera año nuevo, aunque aquí los lugareños llaman challas a lo que en nuestro hermoso país llamamos serpentinas.

Esa misma noche es el pre carnaval, donde salen todos a caminar a tirarse espuma y seguir tomando. Se pasea por una calle principal llena de cholas en sus grandes faldas y ponchos, cocinando hamburguesas, filetes de perro, anticuchos con papas, sándwiches con carnes jugosas y harta cebolla, tragos preparados en ollas, navegados, algún brebaje con una montaña de merengue y cuanta cosa se te pueda ocurrir. Te sientes en plena fonda del parque O’higgins para el 18, pero tipo 5 am, cuando ya va quedando lo que dejó la ola.

Para Carnaval, a Oruro llegan compañías de todas las ciudades de Bolivia y es una enorme procesión de bailes asombrosos, trajes increíblemente coloridos y elaborados, demasiada masificación de gente. El desfile de gente ebria va creciendo. El carnaval dura hasta la madrugada. Luego hay un segundo día de carnaval, mucho más informal. Ahora bailarines bailan sin sus máscaras, y van todos ebrios, bailarines y pueblo en general, y cualquier idiota que quiera partir desfilando y bailando con las compañías puede hacerlo, antes habría sido una ofensa gravísima. Todos se mojan, nadie se salva.

Como si fuera poco, la fiesta sigue y siguen los feriados. Todos descansan de este agitado fin de semana. Y si aún no fuera suficiente, luego del feriado hay un segundo día de Challas, pero en la casa, es decir, la gente tiene que quedar ebria pero ahora en sus hogares.

Solo un día después de Carnaval, toda la sobrepoblación parte a otros lados del país y Oruro vuelve a ser lo que era, un tranquilo, silencioso y pequeño pueblo al sur de Bolivia. Su gente esperará ansiosa que pase otro año para volver a llenar de vida la localidad. Por 4 días será un festival de colores, costumbres, folklore, uno de los más valiosos patrimonios intangibles de la humanidad declarado por la UNESCO. El resto del año será subdesarrollo, pobreza, analfabetismo, ruralidad y una higiene alarmante.

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