Hackeando la muerte

por IGNACIO PEREZ, Est. Ingeniería Civil, U. de Chile.

 

Un virus de computador es un programa que, al ser ejecutado, copia su información dentro de un sistema, además de cualquier otra operación que sea capaz de realizar, que es básicamente alterar información. Para el común usuario de dispositivos electrónicos, esto tiene una connotación negativa: la palabra virus nos remite a mal estado de salud.

Hemos tenido que reformatear el computador por deambular “inocentemente” por internet. Sin embargo, no es necesario una segunda lectura para constatar que la descripción de arriba no conlleva nada malo en sí: es simplemente la expresión del inmenso poder del “virus”, que hasta ahora ha sido explotado sólo con fines maliciosos. ¿Qué tal si un virus comprimiera los archivos infectados, o nos desfragmentara el disco? ¿Si realizara acciones benéficas para el sistema sin necesidad de control del usuario?

Todo esto lo preguntaba Fred Cohen en 1991 sobre Ambientes de Computación Viral, sistemas especializados para el cultivo de virus informáticos y la experimentación con ellos,  y sus intentos por reivindicarlos. Pero la razón por la que los virus son tan peligrosos, tanto en la realidad como en la computación, es la misma: como todo organismo autopoiético que no sufre envejecimiento, su población simplemente crece hasta saturar su ambiente, hasta colapsarlo. Así es como se repletan células para hacerlas reventar, y así es como se acaba con sistemas operativos y redes enteras.

Por esto, para darle un uso comercial, es muy importante imponer al virus una condición que regule su crecimiento: la muerte. Conocemos animales que no presentan signos de envejecimiento, o que alternan entre estados sexuados y presexuales, u organismos cuyo metabolismo no conlleva necesariamente el desgaste y la muerte. ¿Evolucionaron de animales mortales o provienen de un linaje inmortal? Lo segundo implicaría admitir que la vida no contiene a la muerte en sí, sino que evolucionó de tal manera para controlar el crecimiento de su población.

Asumir lo segundo supone que los primeros unicelulares difícilmente poseyeron en un comienzo la capacidad de reproducirse, ya que no tenían la información genética necesaria para este proceso, el más complejo en el metabolismo de cualquier organismo. Esto les jugaba en contra, ya que su capacidad de evolucionar y adaptarse a los cambios se veía consecuentemente muy limitada.

El desarrollo de la autopoiesis implica que en algún momento tuvieron el problema de la sobrepoblación: es entonces cuando debió aparecer el gen que codificara la muerte de los individuos, para que aquellos con información más antigua cedan espacio y recursos a aquellos con información más contingente a las condiciones actuales del medio, asegurando así la renovación y permanencia de la especie. Este fue un paso decisivo para la vida, ya que casi toda la que conocemos actualmente es mortal como nosotros. Sólo gracias a esta mutación se pudo llegar a organismos más complejos.

Que todos los exponentes de una especie en las mismas condiciones mueran más o menos a la misma edad no es azar ni designio divino; es diseño natural. En los organismos pluricelulares, esta información está contenido en unas estructuras en los extremos de las hebras de ADN llamadas telómeros, que se acortan cada vez que la célula entra en división. Así, la primera célula desde la que se origina nuestro cuerpo (la primera que contiene nuestro genoma) sólo puede reproducirse una cierta cantidad de veces, luego de lo cual comienzan los efectos del envejecimiento.

De la misma forma en que ese cuerpo elimina constantemente células para el bien de la unidad, ésta es la forma en que una población se mantiene viva a sí misma; de lo contrario, se transformaría en un cáncer para el ecosistema.

Debemos hackear la muerte, pero intelectualmente. No es nuestro cuerpo, sino nuestra conciencia la que quiere inmortalidad, y así satisfacer a nuestro yo atrapado en el tiempo.  Eso es la cultura, la genética de la conciencia; porque los genes también son egoístas: la vida quiere su conservación, la de su información. Y quizás nosotros, nuestras conciencias, sólo somos la autoreflexividad de este motivo; el gen egoísta de la cultura.

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