El Templo de la mujer judía, bajo las normas de los hombres

por DANIELA RUSOWSKY, MA en Antropología y Desarrollo, U. de Chile. Lic. en Comunicación Social, Periodista, U. Playa Ancha.
 
Mucho se discute sobre los roles de género en la vida judía, enmarcándolos principalmente al aspecto litúrgico del judaísmo tradicional: el uso del talit, de la kipá (yermuke para los yidischistas), la lectura de la Torah o incluso si hombres y mujeres deben sentarse juntos durante el servicio religioso. Sin embargo, poco se ha hablado de la inclusión de los hombres en los aspectos tradicionalmente liderados por la mujer.
¿Qué pasa si un hombre quiere bendecir las velas de shabat, mientras el vino lo bendice una mujer? ¿Es social y culturalmente aceptable que un hombre sea el encargado de preparar la jalá del día viernes?
La cocina ha sido el centro espiritual y espacial de la mujer judía por excelencia, porque en la cultura judía la comida es mucho más que una mera manera de adquirir nutrientes para sobrevivir, incluso mucho más allá que el deleite mismo de una sofisticada receta. En la esfera judía, la comida cumple un rol litúrgico, espiritual y cultural que trasciende generaciones.
Hay comidas designadas para cada festividad, las que cumplen un rol simbólico dentro de la misma. Los latkes nos recuerdan el aceite del milagro de Jánuca, la matzá, el pan ácimo preparado a la ligera durante el éxodo de Egipto, los hamantaschen u oznei hamán, nos evocan el sombrero del malvado Hamán en la festividad de Purim. Otras dicen relación con la época del año y el ciclo agrícola, en festividades como Shavuot o Sucot. Incluso la preparación de la jalá, nos conecta cada viernes con el sacrificio ritual en el templo de Jerusalén, en un rito íntimo al interior de la cocina judía, el pequeño templo de la mujer.
Cada cena familiar se caracteriza por un vínculo ancestral de recetas heredadas y prestadas, preparadas con un singular cariño y en gran abundancia. La comida siempre es poca, la cocinera judía vive en el eterno pánico de que los comensales queden con hambre, miedo heredado tal vez de las generaciones que padecieron hambruna en guerras y persecuciones. ¿Estamos las mujeres preparadas para abrir nuestras cocinas a los hombres para una función que no sea lavar los platos? ¿Somos capaces de aceptar que un viernes cualquiera sean ellos quienes se apoderen de nuestras ollas y sartenes, o peor aún, de nuestra despensa e ingredientes?
Estos procesos obedecen a situaciones individuales más que comunitarias. Y es justamente porque la esfera litúrgica es pública y la decisión de dar cabida a las mujeres para aspectos como la lectura de la Torá o el uso del talit, suele ser tema de discusión comunitaria. Las cocinas, en cambio, se mantienen en el ámbito de lo privado, donde cada familia debe decidir cómo organizar los roles de género al interior de ésta.
Sin embargo, no debemos olvidar que la cocina tradicional judía no es sólo un alto de recetas, sino otro alto aún más complejo de leyes alimenticias. Una cocina debe estar organizada de determinada manera para evitar la contaminación cruzada de lácteos y carnes, en una infinidad de detalles de la kashrut, cuyos principios halájicos han sido motivo de largas discusiones. Y es aquí donde llegamos a otro aspecto del debate. Las leyes de la cocina y la supervisión de la kashrut han sido históricamente regladas y controladas por hombres. En ese pequeño feudo de la cocina, incluso allí, han sido los hombres quienes han impuesto sus argumentos de lo que se puede y no se puede, han decidido sobre tiempos y formas de cocción, sobre lo que se puede y lo que no se puede comer, sobre si se debe o no ocupar una misma esponja para lavar los platos.
Y así y todo, la mujer judía ha jugado con sus propias emociones para transformar sus recetas en creaciones. Ha quemado una berenjena con cuidado, para que no escapen de ella los recuerdos; ha preparado infinidad de caldos de pollo y bolas de matze, para formar así la sopa de kneidlach, el más efectivo de los medicamentos sobre la faz de la Tierra. Ha trenzado mal una jalá y con angustia ha juntado la masa para empezar de cero. Ha guardado tarros con leikach en rincones secretos para sacar en momentos de pena de un niño pequeño; ha estado por horas doblando masitas rellenas, pensando en aquello que le gustaría hacer o simplemente pensando en nada, limpiando su cabeza del día a día. La mujer judía, la yiddische mame con su gifelte fisch y la madre sefaradí con sus bizcochos y burekas.
Me declaro ambivalente. Sé que no soportaría que nadie me toque ni un solo cuchillo o mis ollas enlosadas, sin mi consentimiento. Mi cocina es mi atelier de artista, y la cuido con esmero. Pero sé que hoy los tiempos nos invitan a la integración, y las cocinas también deberían ceder al llamado de aquellos hombres que crean que en ellas también se encuentra la santidad.

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