Abramos los ojos, como los ciegos

por NINA YACHER, Est. Sociología, U. de Chile.

Una hora y media de oscuridad, siete habitaciones. El guía: un ciego. El objetivo: aproximarse a la experiencia cotidiana de quienes no ven o, como descubriría al final, ven mejor.

Mi primera sensación, al atravesar el pasillo que nos llevaría a la oscuridad, fue de ahogo. Abrir y cerrar los ojos y no ver nada, absolutamente nada, a una visión-dependiente como yo, le puede generar gran angustia. Con malestar, y habiendo superado las primeras sensaciones de extrañeza, dimos inicio al recorrido, claro está, sin saber quién iba delante o atrás del grupo y temiendo lo peor: perderse. Y esto no era nada de difícil, dado que el único modo posible de seguir el guía era escuchando su voz.

Primero, un bosque que no tenía matices de verde ni café, que no tenía ramas, que no tenía hojas. Sí tenía ruidos. Luego una cabaña, que no supe si era de madera, o acogedora, ni juzgar su tamaño. Sí era calentita y tenía olor a bosque. Después el barco, que se movía y movía, y no logré nunca encontrar la baranda; me llega agua y no la veo venir. La calle, donde perdí al guía y los ojos no sirvieron para buscarlo. La feria, donde no logré reconocer ninguno de los frutos, pero sí sus olores. Y, finalmente, la cafetería.

Una vez sentados alrededor de la mesa, el guía nos contó acerca de su vida y cómo había sido para él acostumbrarse a la ceguera. Para ese entonces, la angustia había cedido paso a la curiosidad, y la convicción de que el resto de mis sentidos eran absurdamente inútiles ya se había implantado en mi cabeza.

Cuando ya habíamos agotado la conversación, el guía nos preguntó si queríamos verlo a la luz. Mi reacción en un comienzo fue de negación, por alguna razón me aterró la idea de verlo. Nos preguntó cómo lo imaginábamos. Fue unánime: como un todopoderoso, felino en la oscuridad.

Y salimos a la luz. Lo vi. De un momento a otro, quien nos había guiado durante una hora y media y al cual le habíamos depositado nuestra confianza luego del aterrador inicio de absoluta negrura, se perfilaba ahora como un hombre con ojos perdidos y mirada al vacío que, sin querer, pisó el pie de uno de nosotros.

Me quedé un buen tiempo pensando acerca de esa experiencia, del contraste de sensaciones que había tenido en lo que demora apretar un interruptor, de las fortalezas y las debilidades para enfrentar lo exterior. Ya ahora, y habiendo pasado largo tiempo desde que viví esa experiencia, considero que es de imperativo que las sociedades reorganicen sus juicios y espacios y, que entiendan de una buena vez, toda la carga que conllevan categorías como “discapacitados” e “inválidos” que, en lo personal, me espantan.

La creación de museos como “Diálogo en la Oscuridad” que se encuentra en la ciudad de Holon, en Israel, es un buen punto de partida para trabajar en torno a la comprensión. Abramos los ojos. O, mejor, cerrémoslos. Y tratemos de ver en la oscuridad.

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