Universitarios, los privilegiados de la sociedad

por SEBASTIAN CABRERA, Tesista, Administración de Empresas Agropecuarias, U. Nacional del Litoral, Santa Fe. Est. Ciencias Económicas, U. Nacional de Quilmes.
Hace ya más de 20 años, sabemos que de cien individuos, sólo uno tendría educación de nivel universitario. Lo señaló Adrián Paenza, en el libro “Matemática… ¿estás ahí?”, basándose en datos de la ONU del año 1996, donde propuso que si halláramos una aldea global compuesta por exactamente cien habitantes, manteniendo todas las proporciones humanas actuales, tendríamos como resultado que setenta serían analfabetos y sólo uno tendría educación de nivel universitario. Sólo una de cada cien personas en el mundo va a la universidad. ¿Es un privilegiado estudiar?
Claro que sí, basta analizar qué porcentaje de alumnos de la universidad proviene de las clases media-baja y baja para confirmarlo. Evidentemente es un privilegio si los alumnos de las universidades son, en su gran mayoría, pertenecientes a la elite socioeconómica del país, reproduciendo y perpetuando así su posición privilegiada. ¿Resulta el mismo esfuerzo estudiar una carrera para un hijo de la clase media, cuyos padres pueden mantenerlo, que para quien proviene de una familia obrera, que necesita del trabajo del propio joven para subsistir? ¿Resulta el mismo esfuerzo llegar a la facultad en automóvil que llegar en transporte público?
Existen causas más allá de lo académico, de orden netamente socioeconómico, que inciden en el desempeño de los estudiantes. Por ejemplo, la necesidad de trabajar a la vez que se emprende una carrera. Como es lógico, la actividad laboral exige tiempo y disponibilidad, llevando en muchos casos a los jóvenes incluso a dejar sus estudios universitarios. En ese caso, la universidad gratuita ¿sería una solución al problema de la deserción? Pero aunque se elimine por completo el arancel universitario, esto no es suficiente para asegurar el ingreso a la universidad de los sectores más humildes. No basta suprimir el arancel, porque aún ingresando de manera gratuita, al joven de escasos recursos socioeconómicos se le tornará imposible permanecer en la universidad, si carece de medios para satisfacer las cuestiones básicas de cualquier persona.
Bernardo Kliksberg, pionero de la economía social, desarrolla en sus investigaciones que las desigualdades pronunciadas obstaculizan de múltiples maneras el desarrollo de una carrera universitaria en tiempo y forma, y una de las causas centrales es la pobreza. Entre otros efectos, crean el “accidente de nacimiento”, índice según el estrato social, la región geográfica y las condiciones del hogar donde se nace, factores que determinarán las oportunidades reales, desde las más básicas como estar bien nutrido hasta las más exigentes como la posibilidad de finalizar estudios de postgrado. Además, las familias no encuentran otra alternativa para hacer frente a sus gastos que mudarse a zonas más lejanas de sus trabajos, pero más baratas, aumentando las horas utilizadas en viajar hacia y desde el trabajo, y reduciendo las horas dedicadas al estudio, al descanso y el esparcimiento.
Somos testigos de un círculo vicioso donde el que fue pobre inevitablemente seguirá siendo pobre. En este contexto, la deserción universitaria es solo la punta del iceberg. Según Peter Ferdinand Drucker, todos los países desarrollados se han transformado en “sociedades del conocimiento”, porque el acceso a los buenos trabajos y las oportunidades de una buena carrera requieren cada vez un mayor nivel de educación. Actualmente, la educación es considerada, parafraseando a Adam Smith, como la “nueva riqueza de las naciones”, es decir, el conocimiento es tan importante como el dinero para que un país logre crecer.
El economista Pablo Gerchunoff sostiene que mientras menor es el nivel de instrucción de un postulante, menores son sus posibilidades de conseguir un trabajo. Es lo que los sociólogos llaman “el efecto fila”: los que están en los primeros lugares para conseguir cualquier empleo son los que tienen mayor nivel de instrucción, incluso cuando la tarea por realizar no exija una capacidad especial. Por esto, para un joven de clase media-baja que pretende iniciar una carrera universitaria el panorama es desalentador. Sumado a las dificultades educativas que debe afrontar, también es ineludible pensar en su difícil y altamente competitivo futuro laboral: se sabe que la falta de trabajo afectará especialmente a los jóvenes, a quienes les resultara muy difícil encontrar empleo.
¿Quién es el responsable? ¿La sociedad por desproteger a los más vulnerables? ¿La economía por fomentar un círculo vicioso de pobreza? ¿El estudiante que abandona porque no puede, además de estudiar, superar las desventajas socioeconómicas? ¿No sería esto acaso una forma de culpa a la víctima? Citando a Dostoievski “Cada uno de nosotros es culpable ante todos, por todos y por todo”. La sociedad como conjunto debe buscar las respuestas.
Es urgente encarar una educación diferente: la enseñanza, además de pretender transmitir información, debe incluir la formación de valores. Debemos reconocer en el otro a un ser humano; la búsqueda de una vida más humana debe comenzar con la educación. Pero la educación no está independizada del poder y, por lo tanto, sirve a la formación de gente para comportarse adecuadamente frente a las demandas del sistema que definen ciertos grupos de interés.
Es necesario volver a las fuentes. Somos personas, formemos personas. Eduquemos ciudadanos completos que puedan pensar por sí mismos, con sentido crítico, y que puedan entender con empatía el significado de los sufrimientos y logros de otra persona. Es el primer y gran paso para reproducir igualdad de oportunidades en un orden donde todos nos sentiremos privilegiados y elegidos por la sociedad.
En este momento, en universidades de todo el mundo, hay jóvenes de bajos recursos resistiendo la embestida de un sistema que propone hacerlos a un lado. Para ellos, tiene sentido el esfuerzo por la superación. Estos jóvenes que reman contra la corriente están dotando a sus vidas de sentido y dan testimonio de la mejor y exclusiva potencialidad humana: la de transformar su destino en un triunfo personal, en un logro humano. Como diría Victor Frankl: “La vida cobra más sentido cuanto más difícil se hace”. Los caminos más difíciles son los más gratificantes. Una vida sin responsabilidades es una vida sin sentido.

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