La Represión como respuesta del Gobierno a las demandas ciudadanas y la falta de Representación de un sistema viciado.
por SOFIA SACKS, Est. Ciencia Política, PU. Católica.
Si tuviéramos que elegir una palabra para definir el 2011, yo optaría por movilizaciones. El despertar ciudadano que vivió nuestro país tiene pocos precedentes, por lo menos dentro de los últimos 39 años. No solo fue el debate educacional lo que marcó las movilizaciones de más de 150 mil personas, sino que vimos también marchas de 80 mil contra Hidroaysén, de 100 mil a favor del matrimonio homosexual o “igualitario”, de 3 mil en contra del mismo, y una marcha titulada “La Alegría de ser Católico”, que dieron espacio a la manifestación de gran parte de nuestro entorno social. En fin, independiente del motivo, el 2011 fue un año marcado por una nueva forma de relación entre el gobierno y la ciudadanía, que hasta el momento no tenía precedentes en nuestro país, en la que la última se veía posibilitada de exigir y demandar, y el gobierno debía dar soluciones. En otras palabras, se cumplió la dinámica normal de una democracia que, a través de las manifestaciones, tuvo que canalizarse de una forma distinta.
Es bastante obvio que ni el Presidente ni su gabinete se sienten cómodos con este tipo de manifestación, pues probablemente, su base electoral aprecia de forma muy considerable la tranquilidad y la estabilidad, que las marchas rompen y dan una sensación de inseguridad frente a la supuesta muchedumbre descontrolada. Los medios de comunicación, por otra parte, jugaron un importante rol al mostrar gran parte de las manifestaciones como una ola de destrozos irracionales, sin contar la otra parte de la historia.
Era de esperar, entonces, que el 2012 no fuese un año fácil para el gobierno, en estos mismos términos. La falta de soluciones frente al problema educacional pronosticaba que este año la situación sería similar. Sin embargo, las primeras manifestaciones de este año llegaron antes del inicio del año escolar, y no en Santiago, sino en Aysén. La situación que se vive en Aysén hoy en día, saca a la luz el lado más oscuro de las movilizaciones del 2011, que había logrado olvidarse durante el verano: el sistema de represión. Es difícil pensar que los manifestantes han actuado de manera pacífica durante todo el tiempo, pero el nivel de violencia en Aysén ha cruzado las barreras de lo prudente – si es que puede hablarse de violencia prudente -, para llegar a un nivel de descontrol pocas veces visto. Lo más lamentable del caso es que recién el 28 de febrero, el gobierno envió la primera propuesta a la región para resolver el problema. En otras palabras, independiente de la valoración personal sobre las demandas de la región, nuestro gobierno optó por la represión antes que por intentar el diálogo.
¿Qué mensaje envía a la ciudadanía un gobierno que declara que “mantendrá la mano dura” frente a los participantes de un movimiento social? Para mí, es un mensaje de miedo, poco acorde con estos tiempos, y más peligrosamente relacionados con la dictadura militar.
Nuestro problema, entonces, puede separarse en dos aspectos. En primer lugar, en el inexistente sistema de canalización de demandas ciudadanas. Si personalmente, se me ocurriera la mejor política pública del mundo, no sabría dónde acudir. El ciudadano común tiene que armar un grupo considerable de gente, que pudiese traducirse en un número importante de votos; y esperar a que alguna autoridad de cualquier nivel tenga la buena voluntad de recibirlo, para efectuar cualquier clase de denuncia, propuesta o reclamo. Probablemente, tenga que tener un contacto, porque nuestras autoridades son inaccesibles. Sin un sistema de iniciativa pública, excepto en las municipalidades y de carácter no vinculante, es difícil pensar en mejores soluciones a los movimientos sociales que las manifestaciones, que garantizan rápida atención y una respuesta de las autoridades; o al menos, una puesta en escena del tema.
¿Qué soluciones podemos dar al problema? La introducción de mecanismos de democracia directa, no como solución absoluta, pero como una válvula de escape a los problemas sociales. Devolvamos a la ciudadanía lo que le pertenece: el poder de demandar soluciones a sus problemas. Dicho de otra forma, la única utilidad que tiene nuestro Estado es la de mejorar la vida de sus ciudadanos, en todos los términos posibles. Nadie sabe mejor los problemas de la ciudadanía que ella misma, por lo que parece ridículo que no haya ningún sistema de canalización de demandas. No quiero decir con esto que la introducción de mecanismos de democracia directa vaya a arreglar todos los problemas sociales, sino que, al menos, entrega al pueblo la posibilidad de expresar sus necesidades mediante una forma que garantice algún resultado, como un plebiscito, una consulta o el veto de una ley.
El segundo problema, que nace de la falta de un sistema de canalización de demandas, es la concepción que nuestros políticos han construido sobre su rol, el de sus gobiernos y el del Estado. Al no haber ningún mecanismo de presión más que el castigo cada cuatro años con el cambio de coalición –reforzado por el sistema binominal al nivel parlamentario, que prácticamente garantiza la elección de un candidato de cada coalición-, a nuestros dirigentes se les ha olvidado que su rol es el de representación. Como consecuencia de esto, tenemos un gobierno que, al más puro estilo maquiavélico, cree que el pueblo es quién debe temerle. Cuando la situación se complejiza, la fuerza “pública” es la solución para los problemas, antes de aún iniciar un diálogo o escuchar las demandas. Así, la represión es vista como una medida preventiva, y no como una salida extrema.
No es este el rol que deben tener. Su función es la de representación, y seguirán empoderados mientras cuenten con el legítimo apoyo de la ciudadanía, que se siente respaldada o complacida con su actuar. Nuestros representantes no están en el poder por ser los más capaces, o los enviados divinos para guiar al pueblo por el buen camino. Están en el poder para responder a nuestras demandas y construir un mejor país para todos. Nosotros, como ciudadanía, no podemos olvidar que es nuestro deber levantar críticas y exigir soluciones, pero tampoco podemos dejar que nuestros representantes lo olviden. Es el gobierno quien debe temer al pueblo.